miércoles

Ni magos ni hechiceros

Ni magos ni hechiceros.
Una discusión en torno a la relación ciencia, tecnología y comunicación
Jorge Rasner – Universidad de la República

Durante el año 2002 y en el marco de una conferencia donde se discutían aspectos concernientes al tratamiento que dan los medios masivos de comunicación a la ciencia y a su recepción por parte del público, Umberto Eco presenta una ponencia titulada El mago y el científico (Eco, 2009a); el artículo tuvo inmediata repercusión. Allí Eco critica y lamenta el proceso que condujo a lo que podría denominarse la tecnologización de la ciencia. Esto es, una imagen desfigurada de la ciencia por los medios de comunicación, quienes sólo destacan sus efectos prácticos y no lo que Eco considera verdaderamente relevante: el proceso que conduce al saber qué, piedra de toque de toda posterior tecnología. Esta imagen tecnologizada vendría además a tergiversar, según Eco, lo que es la verdadera profesión y fervor del científico: una labor paciente a través de la cual se observa, reflexiona y ensaya hasta generar descripciones y conjeturas acerca del por qué y cómo de los objetos y procesos que componen su dominio disciplinar; conjeturas que serán luego sometidas a riguroso examen sin que, en principio, ninguna presión lo obligue a manipular resultados experimentales, ninguna urgencia lo apremie para dar por finalizado el informe, ninguna eventual aplicación posterior lo inquiete de forma perentoria, y menos aún que algún público, fuera del que compone la propia comunidad disciplinar, lo reclame.

Esta perspectiva de lo que son y cómo proceden los científicos desarrollando sus disciplinas no va de suyo ni es evidente, pero se ha naturalizado conceptualmente. Entre otras razones porque proviene de una tradición intelectual de rancio abolengo que data de muy antiguo. Mantiene un fuerte arraigo en la actualidad y es frecuente leer en manuales corrientes de introducción a alguna disciplina específica conceptos por el estilo: la ciencia produce saber en forma desinteresada y la técnica aplica ese saber en forma interesada. Este modelo ha sido denominado modelo jerárquico de la relación ciencia-tecnología porque establece un nítido orden de prelación entre quienes producen saber y quienes aplican saber. Quizá Platón fue quien primero propuso que el conocimiento verdadero, a diferencia de la técnica, sobreviene cuando se rompen las cadenas que nos sujetan a la tenebrosa caverna y sus sombras y se torna así posible percibir las esencias en su prístina pureza. A lo largo de la historia intelectual de Occidente la cualidad de lo esencial e inmutable fue variando, ora fueron las ideas producto de la intuición pura o de razonamientos claros y distintos, ora la percepción del objeto tal cual es, ora haberse podido consustanciar en virtud de alguna cualidad o intelección con la leyes objetivas que rigen la Naturaleza, la Historia, la Sociedad, la Psique, el Mercado, etc.; pero lo que fundamentalmente se mantuvo constante fue la concepción de que el verdadero conocimiento resultará de traspasar la espesura y el lujurioso verdor de lo mutable e inconstante hasta alcanzar la perfecta correspondencia del discurso con una Realidad que ya está ahí, eterna e inmodificable, aunque no sea tarea fácil llegar hasta Ella. Quizá el objetivo pueda alcanzarse al cabo de un fatigoso trayecto en el que se deberá echar mano al espíritu de sacrificio que impone toda odisea; pero sin dejar de advertir que el camino, acaso, sea infinito dada la innata perversidad de los objetos inanimados –y ni qué hablar de los animados, aunque dicho sin ánimos de desilusionar a los viandantes.

Desde esta perspectiva, ciencia y técnica guardan entre sí considerable distancia. Son espacios de producción distintos que se manejan en diferentes planos; su contacto viene dado porque de algún modo, según Eco, la segunda es parasitaria de la primera.
Podría decirse que la primera –la ciencia- crea, y como toda creación no conoce otra preocupación que saciar la curiosidad intelectual del creador; tampoco debería responder a plazos, tiempos ni fechas de entrega –fuera de los que establece la propia Academia- puesto que la inspiración (contexto de descubrimiento) no se supedita a reglas y dicen que flaco favor se le haría si se pretendiese hacerlo; sólo al cabo del proceso de creación, cuando se conjeturan respuestas a las inquietudes intelectuales que las motivaron, es que se normaliza la hipótesis y se la somete a severas comprobaciones experimentales y análisis formal (contexto de justificación).
En cambio la segunda –la técnica- se movería al acecho de esos resultados para, traducción mediante, construir artefactos y volcarlos al mercado.
La primera –la ciencia- se muestra ajena de las imposiciones del mercado, o al menos querría que así fuera, aunque sea conciente y no pueda resolver la contradicción que implica saber que su buen funcionamiento depende casi enteramente de financiación que proviene de empresas o de gobiernos, cada vez más orientados a la búsqueda de resultados y menos a esperar de brazos cruzados que la comunidad científica gaste dineros para saciar apetitos inmanentes.
La segunda –la técnica- sería impensable sin el mercado, incluso el mercado que se monta el domingo en la calle del barrio.

Siguún el artículo de Eco, los artefactos técnicos no serían entonces directo resultado de la producción científica o incluso de un amoroso matrimonio, sino sus hijos naturales, y frecuentemente indeseados. No cabe responsabilizar al sabio por sus consecuencias, sólo al tecnólogo. Siguiendo esta línea de razonamiento, Galileo, Pasteur, Fermi, Oppenheimer y tantos otros que sería largo detallar fueron tecnólogos encubiertos.
Naturalmente, los productos tecnológicos ocultan su constitución para protegerse de la competencia, pero a través de ese ocultamiento de caja negra, sugiere Eco, invisten a esos productos de cierta potencia que, por incomprendida, refuerza la efectividad con la que cumplen su función. No sólo satisfacen deseos, inquietudes y necesidades de un público ávido de, por ejemplo, bañarse con agua caliente a cualquier hora del día o la noche, o preparar un guiso sin necesidad de ir al bosque a recoger leña a hurtadillas del guardabosques del señor; o iluminar su noche con luz eléctrica, sino que, aparentemente según Eco, el que además se las satisfaga sin necesidad de que el usuario sepa cómo están hechos y cómo funcionan esos sistemas; el que sea apenas un insignificante botón el que ponga en marcha un intrincado laberinto de cables o circuitos o chips o engranajes para conseguir tostar un trozo de pan, genera o mantiene vivo entre los usuarios una especie de sentimiento mágico, puesto que, fascinados, sólo precisan de un leve toque al comando para cambiar el canal sin sospechar siquiera cómo se producirá el prodigio. Imaginemos entonces qué sucederá a este simple ciudadano cuando consigue, a partir de un golpe equivocado al botón izquierdo del ratón de la computadora, hojear un periódico en mandarín. ¿Creerá que es Merlín?
“La confianza, la esperanza en la magia, no se ha desvanecido en absoluto con la llegada de la ciencia experimental. El deseo de la simultaneidad entre causa y efecto se ha transferido a la tecnología, que parece la hija natural de la ciencia. ¿Cuánto ha habido que padecer para pasar de los primeros ordenadores del Pentágono, del Elea de Olivetti tan grande como una habitación (los programadores necesitaron ocho meses para preparar al enorme ordenador y que éste emitiera las notas de la cancioncilla El puente sobre el río Kwai, y estaban orgullosísimos), a nuestro ordenador personal, en el que todo sucede en un momento?” (Eco, 2009a)

Ahora bien, ¿cómo se mantiene vivo este sentimiento de objeto mágico, en línea con el resurgimiento, que tanto lamenta Eco, de cultos y adoraciones de todo tipo, y por qué?
En verdad, y a estar por lo anterior, de la utilización un tanto capciosa que hace la tecnología de su modelo de caja negra se hace cómplice el sistema contemporáneo de comunicaciones de masas. La razón por la cual el usuario no comprende –o comprende mal- qué es esa cosa llamada ciencia es también responsabilidad de los medios de comunicación, que explotan inmisericordes el sentimiento mágico y la necesidad de sucesos mágicos que persiste en nosotros pese a algunos cientos de años de modernización que, sin embargo, han hecho mucho menos mella de lo deseado en una buena cantidad de cabezas, al punto tal que no sólo no nos despojamos definitivamente de algunos dioses, sino que gustosos le añadimos otros, como, por ejemplo, la idea de que la Realidad en sus diversas presentaciones es una cosa en sí, eterna e inmutable, que mueve los hilos desde bambalinas, si bien de manera diferente de acuerdo a como se la conciba -Estructura, Contexto, Cultura, Dialéctica, Lenguaje, Idea, Cosa en Sí, Etc.-, pero que sin embargo espera al fin del camino al que sabe cómo recorrerlo. El problema de la Verdad es sin duda un tema extremadamente complejo que no habré de considerar aquí; como lo es también la tesis de una Modernidad incompleta, y la correspondiente incompletud en lo que refiere a la modernización de conciencias, tesis que goza de muy buenos adeptos y que trasciende el espacio de este análisis. En cambio aludiré al tema sobre el que insiste Eco en el presente artículo referido a la no transmisión de la necesaria información al usuario como elemento determinante para incentivar el espíritu mágico del que, tal parece, necesita rodearse la tecnología para prosperar.
“La tecnología hace de todo para que se pierda de vista la cadena de las causas y los efectos. Los primeros usuarios del ordenador programaban en Basic, que no era el lenguaje máquina, pero que dejaba entrever el misterio (nosotros, los primeros usuarios del ordenador personal, no lo conocíamos, pero sabíamos que para obligar a los chips a hacer un determinado recorrido había que darles unas dificilísimas instrucciones en un lenguaje binario). Windows ha ocultado también la programación Basic, el usuario aprieta un botón y cambia la perspectiva, se pone en contacto con un corresponsal lejano, obtiene los resultados de un cálculo astronómico, pero ya no sabe lo que hay detr8ás (y, sin embargo, ahí está). El usuario vive la tecnología del ordenador como magia.” (Eco, 2009a)

¿Por qué la tecnología hace de todo para que se pierda de vista la cadena de las causas y los efectos? Eco no lo aclara en el contexto de su ponencia, excepción hecha de las razones que apelan a la magia, si se me permite la paradoja. Ahora bien, de cualquier modo es necesario aclarar que así como la “ciencia” en la realidad realmente existente no es la institución homogénea, comunista y desinteresada que creyó percibir Merton; la “tecnología” tampoco es una cosa ni un ente, menos una sustancia dotada de intenciones a la cual sea posible o conveniente referirse como tal.
Podrá argumentarse, es claro, que es una forma de hablar, que el tiempo de exposición en los congresos es siempre insuficiente y que a buen entendedor pocas o malas expresiones bastan. Quizá sea así en algunos casos, pero estimo que no en el que nos ocupa si en verdad queremos entender cómo operan la ciencia y la tecnología para poder actuar consecuentemente sobre ellas, y sobre todo, si lo que nos inquieta es hallar los modos para mostrarle a ese simple ciudadano, al que según Eco se le incentiva el sentimiento mágico para atraparlo –en el sentido absoluto de la palabra- con un artefacto, que allí hay muchas cosas y muy complicadas de exponer y entender, pero no magia.
Como se dijo anteriormente, la tecnología no es una entidad uniforme sino un conjunto heterogéneo de prácticas multiformes empleadas para producir artefactos, procedimientos y servicios. Algunas tecnologías son empleadas con una finalidad política, como, por ejemplo, las destinadas a programas militares, de control social y propagandístico, prospectivas, etc. Otras para ser comercializados en el mercado. Aquí estamos hablando de bienes de uso y bienes de cambio, tanto tangibles como intangibles. Esta producción no se da en el vacío ni porque sí, sino que es llevada a cabo por industrias productoras de bienes de todo tipo para proveer mercados que las demandan y conseguir un determinado lucro a cambio, lo que incluye también crear productos que induzcan la demanda. La demanda tiene altos y bajos, es hasta cierto punto manipulable por los denominados “tiburones” corporativos, pero en buena medida la compleja y multidimensional red de interconexiones que constituye la economía contemporánea no posiciona a nadie en un lugar de dominio absoluto del panorama al punto tal de controlar las fluctuaciones a su antojo y exclusivo provecho. Hay sí, por supuesto, mejores observatorios que otros; se toman decisiones con muy buena visibilidad, a poca distancia de Wall Street, y hay lugares que no permiten visibilidad ni capacidad de decisión alguna, donde con frecuencia se es pasto de especuladores de toda laya y condición que hacen desaparecer ahorros previsionales de toda una vida, propiedades muebles e inmuebles y otras desgracias por el estilo sin que medie magia alguna pero sí intrincadas especulaciones mediante “apalancamientos” bursátiles que el ciudadano común ignora pero los “tiburones” no.
En buena medida estas fluctuaciones de marcado pueden ocasionar crisis de todo el sistema, crisis sectoriales o crisis de una empresa. Una concepción fuertemente arraigada en la tradición occidental, que alumbró y mundializó el modo de producción capitalista, sostiene que el desarrollo industrial, financiero y comercial se consigue a través de la innovación productiva. Del mismo modo, las crisis –cíclicas e inherentes al sistema- en buena medida se enfrentan y mitigan a través de la innovación tecnológica. Esto se aplica tanto para la innovación de productos como para la innovación en los modos de innovar. Conviene tener en claro, sin embargo, que las innovaciones no se producen o aplican porque sí, ni porque las empresas entiendan que ésta es una cuestión donde se pone en juego su condición de “modernas”, tampoco porque aplicar el saber sea deseable de por sí, ni porque sea bueno o estéticamente bello o esté a la moda, sino porque proporciona los medios para sacarle ventaja –y de ser posible aplastar- a los competidores a través de una mayor o mejor producción, mejores precios, mejor calidad de los productos, etc., y así conquistar mayores proporciones del mercado. Puede incluso darse el caso de que un mejor rendimiento productivo, en una circunstancia determinada, se consiga recurriendo a medios de producción arcaicos, o a fuentes energéticas perimidas de acuerdo a la opinión de los productores de saber; de ser así el empresario no tendrá dudas y seguramente la innovación seguirá siendo sólo una posibilidad en el horizonte, ya que el modo capitalista de producción no es un máquina pensada para la innovación, su objetivo primordial no es innovar sino acumular y multiplicar capital. Sólo innovará cuando lo entienda indispensable, en condiciones determinadas para circunstancias determinadas.
La imperiosa necesidad de prevalecer a toda costa no implica mala intención ni, menos aún, una malignidad inherente al empresario. Implica sí conocer y practicar un determinado juego cuyas reglas son precisas y sus consecuencias fatales si se las ignora. Por tanto, tampoco es este negocio un algoritmo de suma cero donde todos salen beneficiados cuando persiguen su propio beneficio, a despecho de la elegante y muy británica mano invisible, sino una lucha por la conquista del mercado que tendrá sus vencidos y vencedores.
La producción, difusión y aplicación de tecnología es en consecuencia una práctica con muchas cabezas, tanto en un sentido cuantitativo como cualitativo, –aunque algunas puedan ponerse de acuerdo y por ejemplo constituirse en cárteles-, diseminadas a lo largo del tiempo y el espacio y sujetas a condiciones cambiantes; y como tal las estrategias que animan a estas muchas cabezas son variadas, algunas apostarán a producir conocimiento y echarán mano al presunto saber verosímil de los sabios o recurrirán a técnicos no tan académicos pero muy eficaces, otras conservarán prácticas tradicionales, algunas ocultarán determinada información y otras no, algunas procederán de determinada manera en un período y de otro en otro período.

Estimo que se infiere de lo anterior que referirse a la tecnología como a una cosa, estable y permanente, y atribuirle propiedades y comportamientos únicos es erróneo en muchos sentidos: A) porque ignora su naturaleza cambiante y oportunista, que hace que sean muchos y muy variados y dispares los procesos tecnológicos. B) porque esta ignorancia nos distancia conceptualmente de una comprensión de los procesos de adaptación, utilización y apropiación que son inherentes a la difusión de los procesos tecnológicos; requisito indispensable si, además, se evalúa como tarea importante hacerlos comprensibles para un público de no especialistas, tal como somos todos nosotros, en definitiva. C) porque un mismo proceso tecnológico puede habilitar variedad de usos; las tecnologías de la información y comunicación, por ejemplo, pueden generar desinformación (como el muy rudimentario procedimiento empleado durante la época estalinista para borrar, literalmente, la imagen pública y existencia pasada de alguien que se había “vuelto” enemigo); información, difundiendo, por ejemplo, imágenes que alerten a la ciudadanía sobre tal o cual problema; exceso de información, generando desinformación por la degradación de los contenidos y por las dificultades para separar del fárrago lo relevante, lo que algunos autores denominan entropía de la información. Inclusive las contemporáneas tecnologías de la información y comunicación pueden servir de “soporte” a una innumerable variedad de acciones que van desde difusión de pornografía infantil, proselitismo puro y duro, interacción social, hasta páginas desde las cuales se insta a una educación que propenda a un uso socialmente responsable del propio soporte tecnológico.
Entonces, apelo a la memoria del lector y vuelvo a preguntarme por qué Eco afirma que el ocultamiento de la relación causa-consecuencia beneficia la demanda, el uso y el disfrute de la tecnología.
Confieso que no lo sé. Creo, sin embargo, que mantener el secreto de la relación cusa-efecto –o al menos no publicarla- no es deliberada, tampoco que quienes lo hacen presuman que ese secreto de alguna manera resulte beneficioso económicamente o alimente ese “sentido mágico” al que alude Eco. Estimo, en cambio, que la desinformación es el resultado de una cultura mediática que apuesta a la espectacularización de la noticia científico-tecnológica (la presentación, fuera de todo contexto, de la nueva y milagrosa vacuna, del nuevo planeta, la nueva arma de destrucción masiva, etc.), y adrede elude el proceso de su producción, considerado tedioso dados los estándares mediáticos al uso, para privilegiar el impacto del resultado, lo que, incidental pero no intencionalmente, conduce a que se ignore todo aquello que no apunte directamente a ese objetivo.
Quizá el resultado entre lo que plantea Eco y lo que se afirma acá no cambie, pero lo que sí cambia es el qué, cómo y por qué se informa o se deja de informar, factores a mi juicio claves para repensar los modos de transmisión de la información. Una cosa es que se oculten aspectos importantes del proceso porque se desea proteger el producto y además incentivar el sentimiento mágico del consumidor, otra que simplemente se ignoren esos aspectos porque se presume que no despertarán el interés del público y se dificultará la venta del espacio publicitario.
De cualquier manera, conviene recordar aquí, a efectos de evitar afirmaciones apresuradas, que tampoco es lógico pedir a los medios de comunicación, en el marco de una economía de mercado mundializada, lo que no se le pide a, por ejemplo, la Ford Motor Co. o al Citigroup; también los medios son una industria, también producen, también venden, también compiten, también quiebran, también dependen de las fluctuaciones de demanda del mercado:
“Es inútil pedir a los medios de comunicación que abandonen la mentalidad mágica: están condenados a ello no sólo por razones que hoy llamaríamos de audiencia, sino porque de tipo mágico es también la naturaleza de la relación que están obligados a poner diariamente entre causa y efecto. Existen y han existido, es cierto, seres divulgadores, pero también en esos casos el título (fatalmente sensacionalista) da mayor valor al contenido del artículo y la explicación incluso prudente de cómo está empezando una investigación para la vacuna final contra todas las gripes aparecerá fatalmente como el anuncio triunfal de que la gripe por fin ha sido erradicada (¿por la ciencia? No, por la tecnología triunfante, que habrá sacado al mercado una nueva píldora).” (Eco, 2009a)

Por cierto, desde la perspectiva en la que se sitúa Eco en su ponencia hay un señalado culpable/cómplice de esta manipulación ocultista que se le propina al público: los medios masivos de comunicación. El público, que de por sí es poco proclive a penetrar en los meandros de la producción de conocimientos y más propenso a agarrar entre sus manos y sin cuestionamientos de ninguna especie el mando a distancia del televisor para poner algún programa de entretenimientos al cabo de ocho o más horas de trabajo, padece esta sistemática des-información y acaba en la ignorancia. Los media, sostiene Eco, están preocupados por porcentajes de audiencia y manifiestan poco entusiasmo por promover programas que, por ejemplo, intenten explicar qué es esa cosa llamada ciencia.
“Los medios de comunicación confunden la imagen de la ciencia con la de la tecnología y transmiten esta confusión a sus usuarios, que consideran científico todo lo que es tecnológico, ignorando en efecto cuál es la dimensión propia de la ciencia, de ésa de la que la tecnología es por supuesto una aplicación y una consecuencia, pero desde luego no la sustancia primaria.” (Eco, 2009a)

En verdad, lo verdaderamente extraño de la afirmación precedente es que sea Eco quien lo expresa, cuando ya en la década de los setenta, en pleno auge del recurrente tema de la manipulación mediática, sostuvo casi a contrapelo de lo políticamente correcto que si bien, desde luego, intención de manipular existe, ésta conoce límites, enfrenta filtros, al punto tal que lo recibido sufre un proceso de recodificación por parte de los receptores que altera, en ocasiones significativamente, la intención original del publicista o propagandista. (Eco, 1993)
En línea con lo anterior, y desengañado del valor informativo que puedan proporcionar los medios de comunicación, propone:
“Creo que deberíamos volver a los pupitres de la escuela. Le corresponde a la escuela, y a todas las iniciativas que pueden sustituir a la escuela, incluidos los sitios de Internet de credibilidad segura, educar lentamente a los jóvenes para una recta comprensión de los procedimientos científicos. El deber es más duro, porque también el saber transmitido por las escuelas se deposita a menudo en la memoria como una secuencia de episodios milagrosos: madame Curie, que vuelve una tarde a casa y, a partir de una mancha en un papel, descubre la radiactividad; el doctor Fleming, que echa un vistazo distraído a un poco de musgo y descubre la penicilina; Galileo, que ve oscilar una lámpara y parece que de pronto descubre todo, incluso que la Tierra da vueltas, de tal forma que nos olvidemos, frente a su legendario calvario, de que ni siquiera él había descubierto según qué curva giraba, y tuvimos que esperar a Kepler.” (Eco, 2009a)

Bueno es consignar que no es la primera vez que Eco propone recurrir a instrumentos educativos –aun heterodoxos- a efectos de compensar el bombardeo mediático que padecen los receptores (Eco, 2009b). Quizá la diferencia estribe en que en el artículo que nos convoca el imperativo tenga resonancias dramáticas.
De cualquier modo, entiendo que una necesaria alfabetización científico-tecnológica debe, desde luego, tener en los pupitres un lugar privilegiado, pero no puede ni debe prescindir de los medios masivos de comunicación e información, ya que éstos constituyen una verdadera ventana al mundo –incluso la ventana al mundo- para la mayoría de los ciudadanos. No discutiré ahora si esto es bueno o malo ya que no corresponde juzgar aspectos aislados de contexto en un sistema social fuertemente interconectado, sí me propongo sostener que dejar de lado en este proyecto de alfabetización científico-tecnológica a los medios de comunicación condena a un casi seguro fracaso. La eficacia del mensaje, si lo que nos preocupa es el mensaje y no el medio, depende de que se sepa utilizar lo mejor de lo que ofrece. Para ello hay que conocerlos y entender a qué los obliga ser una industria más, pero simultáneamente qué horizontes les abre ser una industria productora o difusora de contenidos multimedia en una sociedad de consumidores. Se objetará, como lo hace Eco, que acaso sea imposible conciliar su condición de empresas sometidas a las reglas de juego del mercado con su eventual papel de transmisoras de información socialmente útil pero no atractiva.
Afortunadamente tenemos a mano al menos una docena de ejemplos donde esto sí fue y es posible, aún en este contexto de medios sometidos a rigurosas reglas de juego empresarial y aún presumiendo de antemano que el público no está interesado más que en entretenimiento liviano. Un reciente artículo de Geoff Brumfiel (Brumfiel, 2009) aparecido en la revista Nature, señala que si bien el periodismo científico en sus formatos clásicos está decayendo en los EEUU y descienden de continuo las páginas y columnas dedicadas al tema en correspondencia con los empleos relacionados, crece en cambio el número de blogs dedicados a la divulgación de la ciencia, muchos de ellos escritos por los propios investigadores, y el número de visitas que reciben algunos de ellos es verdaderamente asombrosa. Ejemplos como estos señalan a las claras que hay un público interesado en recabar información y está dispuesto a recurrir a los medios, aunque quizá no en forma sistemática y sólo esporádicamente o en relación con preocupaciones puntuales. Afortunadamente también, algunos sujetos, tanto los nuevos bloggers como los tradicionales productores, editores y empresarios de los medios, junto a científicos y divulgadores profesionales, se atreven de diversos modos a generar espacios donde abrir las cajas negras de la ciencia y la técnica no equivale a bostezo, y consiguen horarios centrales y buenos niveles de audiencia o grandes cantidades de visitantes de sus sitios web. No es fácil, nadie pretende que lo sea, bástenos con saber que es posible y que la condición para ello consiste no en empobrecer la información recurriendo a la mera exhibición espectacular del resultado, sino mostrando con buenas dosis de ingenio audiovisual y buena técnica, las intenciones y pasiones humanas que se agitan tras estas empresas, los contextos sociales que estimulan o desestimulan la producción científico-tecnológica, los resortes generalmente ocultos, los tejes y manejes, las rencillas y las alianzas políticas, las cadenas causales, su retroalimentación, sus éxitos y fracasos, generando el deseo de los telespectadores por saber qué nos van a traer hoy.

En otro lugar sugerí (Rasner, 2009) que un proceso de alfabetización científico-tecnológica requiere en primer lugar la generación del deseo de saber cómo en el público, en caso, desde luego, de que éste no le preexista, como suele suceder en ocasión de sucesos clamorosos. Y la generación de este deseo acaso dependa menos de la espectacularidad con la que es presentada la noticia y más de una acción coordinada y conjunta de todos los medios de información y comunicación a efectos de generar entre la ciudadanía la convicción de que abrir la caja negra no sólo no es aburrido sino que puede ser interesante además de imperativamente necesario. Fundamentalmente porque conocer el mundo en el cual se vive es ineludible para intervenir; y, para el caso que nos ocupa, cuando menos tomando posición sobre aquellos aspectos de mayor relevancia de la producción científico-tecnológica que de un modo u otro impactarán sobre nuestras vidas.
El ámbito científico no es una torre de marfil donde el “mundo de la vida” no penetra ni la técnica un símil de la magia para la pléyade de legos, sino ámbitos que si han podido prosperar es precisamente porque están socialmente legitimados y penetrados. Y quienes de un modo u otro lo legitiman y penetran son esos mismos ciudadanos, aun de la manera menos consciente, sea a través del pago de sus impuestos o consumiendo confiadamente un producto. Entonces, la producción de saber incluye al ciudadano directa e indirectamente (lo sepa o no, lo quiera o no), y resulta prioritaria su inclusión efectiva en el contexto sociotécnico en el cual nace, vive y muere.

En suma: esta inclusión será consecuencia de una acción educativa y alfabetizadora que no deberá desaprovechar el poder de penetración de los medios masivos de información y comunicación, y deberá ayudarnos a descubrir que las cajas negras científicas y tecnológicas pueden ser abiertas, y que lo que allí se oculta es fascinante pero no mágico. Que ese manojo de cables o engranajes es fruto de una paciente acumulación de generaciones de investigadores e incontables investigaciones (prescindiremos, desde luego, de la distinción artificial e ideológica entre científicos y técnicos); y que esta acumulación ocasionalmente se convierte en una “estructura disipativa” (como señaló Prigogine) que genera saltos cualitativos y transformaciones a todo nivel a los que solemos denominar revoluciones científico-tecnológicas.



Referencias Bibliográficas
_ Brumfiel, G. (2009): Science journalism: supplanting the old media, Nature, 458, 18-03-09, pp. 274-277, en
http://links.ealert.nature.com/ctt?kn=60&m=32177235&r=MTc2NjcyNDA3MgS2&b=2&j=NDY4MzcyNTAS1&mt=1&rt=0
_ Eco, U. (1993): ¿El público perjudica a la televisión?, en Sociología de la comunicación de masas. Vol. II, M. de Moragas comp., Ed. G. Gili, México.
_Eco, U. (2009a): El mago y el científico, en http://www.periodistadigital.com/
_Eco, U. (2009b): Para una guerrilla semiológica, en www.geocites.com/nomfalso
_ Rasner, J. (2009): La publicación del conocimiento científico, en La comunicación en la era de la mundialización de las culturas, J. Rasner comp., CSIC/UDELAR, Montevideo. (Versión preliminar en www.epistemealsur.blogspot.com)

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