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aportes para hacer y pensar
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Hacia una reflexión en torno a la alfabetización científico-tecnológica
Jorge Rasner
Universidad de la República
Uruguay
jrasner@gmail.com
1 – De la reproducción y de la subversión
Alfabetización, en su acepción literal, significa proporcionar los instrumentos que permitan un adecuado desarrollo de las capacidades de lectura y escritura en base a un determinado alfabeto. Sin embargo la designación es ambigua. No siempre se engloba bajo ese apelativo sólo el desarrollo de esas capacidades, sino que también se propende a través de la alfabetización al desarrollo de competencias cognitivas que van más allá del acto de saber escribir y leer. E incluso en ocasiones las ambiciones son mayores y a través de la alfabetización se aspira al desarrollo de aptitudes cognitivas que permitan al individuo una capacidad de aprendizaje reflexivo (aprender a aprender) en un medio ambiente en permanente transformación de tal modo que el individuo alcance un aptitud y desarrolle una actitud constante en pos de ese objetivo.
La necesidad de una alfabetización en el último de los sentidos señalados fue –y acaso es- la divisa de la Ilustración y de la modernidad científica y la célebre consigna de Kant, ¡ten valor de servirte de tu propio entendimiento! (Kant, 2009), sintetiza el espíritu que la anima. Este servirse del propio entendimiento reivindica al sujeto preconizado por la modernidad que paulatinamente comienza a extenderse e imponerse desde Europa hacia el resto del mundo; un individuo dotado naturalmente de razón y por tanto capaz de discernimiento y juicio, aunque su correcto uso no esté asegurado de antemano, ya que el entendimiento es la sede de la razón pero es también, como señaló Bacon, guarida de prejuicios y falsas nociones a las que es preciso remover y desalojar para lograr su ejercicio pleno.
La ciencia moderna enarboló esta divisa y la hizo condición necesaria para el proceso de producción de conocimientos.
Acaso sea Popper, durante el siglo XX, uno de los que mejor expresa esta condición, muy especialmente en su Conjeturas y refutaciones (Popper, 1993), cuando propone que la característica esencial y distintiva de la producción científica es su capacidad de juicio racional a la hora de evaluar tanto a la evidencia sensible en el proceso de contrastación de las hipótesis, como a estas mismas hipótesis y teorías al ser sometidas a las predicciones correspondientes, a efectos de desembarazar al cuerpo científico de propuestas fallidas y en algún sentido insostenibles para evitar, en primer lugar, que se conviertan en meras creencias y, en segundo lugar, para franquear el paso a otras explicaciones, mejores y más abarcadoras. Esta condición implica un requisito metodológico y a la vez un imperativo ético (desarrollado por Merton, 1980) que enfatiza y señala sin ambages el carácter no dogmático que debería asumir la empresa científica para ser considerada como tal.
Esta razón crítica y reflexiva que la tradición occidental celebró y asoció fuertemente a la labor científica, será cuestionada por Thomas Kuhn cuando a mediados del siglo XX proponga a través de una ponencia que lleva por sugestivo título “The function of dogma in scientific research” (Los paradigmas científicos) (Kuhn, 1980), que un entrenamiento dogmático de los científicos es indispensable para el desarrollo de la ciencia madura, en la medida en que la naturaleza es demasiado compleja para que pueda ser abordada y explorada azarosamente y sin estrategias definidas.
Esto trae como consecuencia que, según Kuhn, los candidatos a científicos reciban a lo largo de su formación un paquete de certezas acerca de qué objetos pueblan su mundo, cómo deben abordarse estos objetos y a qué procedimientos metodológicos debe atenerse el investigador cuando en el devenir de su carrera eventualmente se enfrente a un desarrollo para el cual no existen registros previos ni piso sólido sobre el que afirmarse. Lejos de lamentar esta situación que tanto contradice la ideología dominante, Kuhn celebra este logro de la comunidad científica (paradigma) puesto que sólo así las ciencias maduras están en condiciones de ofrecer soluciones a las problemáticas planteadas y por tanto propiciar un desarrollo encaminado a la consecución eficaz de productos.
La consagración kuhniana de una razón instrumentalmente eficaz será, sin embargo, resistida desde diversos ámbitos. Vayan como ejemplos, por un lado, a Horkheimer y Adorno, quienes ya desde su “Dialéctica del iluminismo” (Horkheimer y Adorno, 1969) fundamentaban la distinción básica que media entre razón crítica y razón instrumental; y cómo esta última acaba por instrumentalizar al propio ejecutante y por tanto se constituye en herramienta de la dominación colectiva y destrucción de la Naturaleza bajo los principios de la ganancia y explotación del ser humano revestida de la retórica de la eficacia y la utilidad.
Y por otro, aunque desde una perspectiva sin duda distinta a la manifestada por la Escuela de Frankfurt, encontramos la crítica que sobre esta concepción instrumentalista expresara Feyerabend en su Tratado contra el método (Feyerabend, 1986), quien aun coincidiendo con Kuhn en rechazar la pretensión de un método atemporal y de una racionalidad inherente a la propia práctica científica, desde que no se registra en la ciencia realmente existente nada que pueda considerarse un procedimiento claramente distintivo (el llamado método científico) que subyazca a cada una de sus realizaciones, difiere en lo que respecta al elogio que aquél efectúa de la eficacia instrumental, ya que reprueba por contraproducente para el futuro de la humanidad, e incluso para el porvenir de la propia ciencia, el encorsetamiento al que se ven sometidos los científicos en su proceso de formación, puesto que esta clausura trae como consecuencia una simplificación tergiversadora de la experiencia, un empobrecimiento de la reflexión y, por sobre todo, el cercenamiento de la libertad de creación.
2 – Viajeros antiguos y modernos
Decía Heráclito que si no se espera lo inesperado, no se lo encontrará. Más allá de lo compartible que resulta esta expresión por lo que supone de necesaria y permanente apertura mental a lo nuevo, en el contexto de híper especialización en el que se encuentra la producción científico-tecnológica contemporánea la detección de lo inesperado requiere en primer lugar conocer muy bien qué es lo esperable. Kuhn hace hincapié precisamente en este punto: se necesita saber al detalle lo que hay y cabe esperar para, acaso, estar en condiciones de percibir lo que lo contradice o lo cuestiona en forma de anomalía. De este modo, el saber proveniente de una formación disciplinar rigurosa provee los mecanismos, quizá no para esta apertura conceptual que reclamaba Heráclito, pero sí, al menos, para detectar lo incorrecto o inadecuado.
Basta haber mirado alguna vez por un telescopio o un microscopio sin ser conocedor de la especialidad para entender rápidamente que ni siquiera se es capaz de observar y discernir lo significativo de lo no-significativo sin una guía previa, mucho menos para captar lo anormal o inesperado.
Sin embargo, hay una línea delgada pero consistente que separa por un lado la percepción informada de algo inesperado o anormal y, por otro, estar dispuesto a aceptarlo e incorporarlo como tal a su esquema conceptual, que es el de la comunidad toda, y transformar ese síntoma en un proceso de revisión. Resulta claro que aquí mismo se instala el dilema: actuar de acuerdo a la norma o atreverse a apartarse de ella, desafiar lo instituido o aceptar por bueno lo consuetudinario.
Lo más probable es que este mismo científico khuniano deseche las pruebas que contradicen lo esperable hasta que su presencia se torne abrumadora e ineludible. ¿Pero hay acaso algo que informe al científico cuándo una muestra se torna abrumadora e ineludible o cuándo el sistema se verá seriamente amenazado por la o las anomalías persistentes? ¿Hasta qué punto es posible desechar lo anómalo y desde cuándo es inevitable incorporarlo críticamente? Con el agravante de que, en este último caso, debería vencer no sólo su propia resistencia a lo inesperado sino incluso la resistencia de la comunidad en la que está inserto, que suele mirar con malos ojos las “estrategias de subversión”, sobre todo cuando provienen de científicos dotados de un “capital científico” no demasiado significativo (Bourdieu, 1999). Desde esta perspectiva, los propios imperativos de su campo científico, que para Bourdieu difieren notoriamente de los mertonianos, probablemente desanimarán movimientos que comprometan carrera y prestigio, al menos hasta que se cuente con garantías suficientes.
Por otra parte, como ya señalara Quine en reiteradas ocasiones (Quine, 1992), tampoco es sencillo percibir en toda su magnitud y en el pequeño espacio en que se mueve cada equipo de investigación la contundencia de las eventuales disfuncionalidades y anomalías, ya que las teorías científicas son el resultado de un conjunto de presuposiciones y enunciados interdependientes cuyo contenido empírico es compartido y sobre los que no es posible realizar análisis y evaluaciones por separado. Esto torna a las teorías no invulnerables pero sí por cierto muy resistentes a los resultados de predicciones particulares, con lo cual la o las anomalías pueden no afectar a todo el sistema y así liberar al científico de iniciar una estrategia de subversión para optar en cambio, aun siendo conciente de que la teoría probablemente deba ser revisada, por una convivencia con lo disfuncional hasta tanto más de un indicador señale la necesidad de una revisión fondo.
Por lo tanto, si bien es cierto que la especialización provee mejores condiciones para detectar lo anómalo, no lo es menos que esa misma especialización, fruto de una formación poco inclinada a enseñar a aceptar e incorporar lo diferente mediante la reflexión crítica sobre los propios supuestos en la que se sustenta, obtura en buena medida la posible apertura y el eventual beneficio que propone enfrentarse a lo inesperado.
Dicen José Antonio Acevedo et al. (2009) a propósito de esta temática:
“En un trabajo donde se investigó la relación entre las concepciones sobre la naturaleza de la ciencia de estudiantes de secundaria y universidad y sus actitudes ante algunas pruebas científicas que desafiaban sus creencias respecto a diversas cuestiones sociocientíficas, Zeidler et al. (2002) han mostrado que muchos de ellos consideran irrelevante para tomar sus decisiones cualquier conocimiento científico que no apoye sus creencias previas. De otro modo, al margen del mérito científico de los datos facilitados, los estudiantes tendían a seleccionar la información que estaba más de acuerdo con sus creencias personales sobre el tema propuesto. Aunque la mayoría aceptaron los datos científicos proporcionados, prefirieron no usarlos después en sus razonamientos para tomar decisiones sobre los asuntos sociocientíficos planteados. Así mismo, se pudo comprobar que, en sus respuestas a estas cuestiones, algunos estudiantes también rechazaron los puntos de vista éticos de sus compañeros que entraban en conflicto con los propios. Otro estudio muy reciente de Sadler, Chambers y Zeidler (2004) ha confirmado que, para tomar sus decisiones sociocientíficas, muchos estudiantes tienen más confianza en la información que es relevante para sus creencias personales que en la calidad científica de las pruebas y los datos suministrados; esto es, no hay una relación directa entre la capacidad de persuasión de los datos que se ofrecen y su valor científico.”
Sin duda la resistencia al cambio entre gente científicamente informada, tal como ha sido planteada por estos autores, es muy fuerte, y una vez más resulta constatable que mucha erudición no enseña comprensión, si por comprensión entendemos la toma de conciencia del problema que suscitó ese saber, sus condiciones de validez y los supuestos que lo sustentan. Pero no es menos cierto que la simple percepción de lo inesperado y su objetivación como tal, lejos de ser un procedimiento simple y directo, depende de resistencias fundadas a poner en duda de buenas a primeras convicciones arraigadas, nacidas tanto durante el proceso de formación profesional como durante la posterior práctica científica. Pero las resistencias no se agotan en esta especie de inercia profesional, también obedecen a consideraciones que involucran a posibles limitantes de orden teórico, instrumental y metodológico que son comunes a todo proceso de producción de conocimiento. Cuánto más podría decirse cuando se trata no ya de la percepción objetiva de lo disfuncional sino de la posibilidad real de aceptación e incorporación crítica de algo como inesperado y anómalo.
3 – Hacerle sitio al que llega
Quizá por todo lo señalado Kuhn esté en lo cierto y sea preciso admitir que una formación con un sesgo “dogmático” en la etapa de especialización disciplinar resulte indispensable puesto que esta especialización, en el contexto contemporáneo, constituye no sólo la norma sino incluso un requisito imperativo para el buen desarrollo disciplinar, ya que ésta posibilita una clausura del campo que en cierto modo garantiza la perseverancia de los investigadores y los programas a largo plazo, limita el acceso sólo a cierto tipo de concurrentes (pares calificados), acota las problemáticas a desarrollar y señala aquellos fenómenos o estímulos que están legitimados como datos. De este modo se demarca el rango de los interlocutores válidos y el alcance de lo problematizable, estableciendo qué es un experimento y qué una prueba, habilitándose para ello ciertas percepciones y comprobaciones y prohibiéndose de varios modos –aunque no siempre a título expreso- otras.
La pregunta que entonces debemos formularnos es si será posible conciliar una formación curricular que apunte a satisfacer los estándares de calidad y especialización que hoy requiere la práctica científica (lo cual implica inexorablemente una clausura) con una disposición a cierta apertura a esperar lo inesperado e incorporarlo como insumo para la reflexión crítica.
Probablemente una formación que apunte a una contextualización histórica que promueva la flexibilidad conceptual deba empezar mucho antes de la etapa universitaria –la que, precisamente, apunta a la especialización profesional- y requiera que su inicio se establezca en la formación secundaria a efectos de ir generando en el alumno la percepción de la complejidad que rodea la producción de conocimiento científico-tecnológico:
“Educar no es sólo desarrollar una inteligencia formal capaz de resolver problemas de gestión de la vida cotidiana o para encarar dificultades de orden matemático. Educar es, también, desarrollar una inteligencia histórica capaz de discernir en qué herencias culturales se está inscripto.” (Meirieu, 2003: 25)
Ello implica considerar las diferentes percepciones que sobre la realidad y los objetos que la pueblan jalonaron la historia disciplinar, la variables extracientíficas (ideológicas, filosóficas, éticas) que intervienen en el proceso de validación del conocimiento y el diferente peso que éstas tienen de acuerdo al período histórico que se trate o la disciplina que se tome, independientemente del campo de especialidad que se vaya a escoger de fututo y aun sin que esta perspectiva profesional esté en el horizonte del alumno. Asimismo, esta formación propendería a indicar cómo estas implicaciones éticas, políticas, económicas y ecológicas condicionan las decisiones que se toman en materia de políticas científico-tecnológicas, tanto por parte de los científicos y tecnólogos, como por parte de quienes tienen en sus manos el diseño de estrategias políticas más generales donde éstas se inscriben.
Todo lo anterior debe señalar a las claras que la producción de conocimientos científico-tecnológicos no es el resultado de mentes geniales e inspiradas que laboran en una burbuja, sino consecuencia de un proceso de construcción que tiene mucha inteligencia y aplicación, desde luego, pero también un contexto y conocimiento previo de base, inquietudes o problemáticas a resolver acotadas por limitantes tanto técnicas e instrumentales como éticas, políticas y económicas, y un marco de desarrollo posible de acuerdo a políticas científico-tecnológicas que escapan, al menos parcialmente, a las decisiones de los científicos pero que inexorablemente los implican. Esta contextualización apuntaría a situar la producción de conocimientos incorporando a lo estrictamente metodológico la perspectiva social, política y filosófica que rodea toda producción. Esto es, resultará más importante y significativo para el estudiante, en esta instancia preliminar a una eventual formación disciplinar, el aprendizaje de los marcos desde los cuales evolucionaron las diferentes disciplinas y las actitudes y procedimientos de abordaje que de ello deviene que la mera incorporación curricular de conocimientos ya elaborados y listos para su utilización.
Esto es, preguntarse por el contexto, problemáticas de base y preguntas que promovieron, tanto entre científicos como entre tecnólogos, una línea de desarrollo entre otras tantas, en principio, posibles.
4 – Hacia el diseño de una didáctica para las ciencias
Considero que para conseguir este objetivo es importante diseñar una didáctica de las ciencias en el aula que teniendo en cuenta los procesos de elaboración, trasmisión y asimilación de los conocimientos comprenda:
1) “estudios de caso”, para lo cual es conveniente recurrir a problemáticas cercanas a la vida cotidiana del estudiante, poniendo especial énfasis en aquellos casos que resulten contra intuitivos para el alumno a efectos de permitirle una investigación exhaustiva del contexto (teniendo en cuenta el nivel de escolarización alcanzado) y de las condicionantes antes mencionadas que operaron u operan en la emergencia de este saber “construido” como respuesta a un problema y contra toda evidencia y saber previamente adquirido; posteriormente proceder a
2) “construcción” en el aula, con la guía del docente y la participación de todo el colectivo, de conocimiento científico-tecnológico a partir de miniproyectos (por cierto no tienen por qué ser originales ni mucho menos) a efectos de que el alumno, luego de a) establecidos los objetivos proceda a b) informarse –a través de literatura que le sea accesible- sobre el conocimiento acumulado en la materia, c) tome conciencia de sus preconceptos sobre la temática a abordar, d) participe activamente (debe propiciarse la propia iniciativa del alumno) del proceso de recolección de datos, validación o descarte de pruebas, negociación de valoraciones sobre la frecuente ambigüedad de las mismas y, finalmente, e) comunicación de resultados (cómo y qué comunicar) a efectos de que se torne perceptible (punto en el cual la intervención del docente para introducir, en primer lugar, al alumno en la temática, e incidir, después, en la producción de la problemática cobra especial relevancia) cuánto de lo social, político e incluso idiosincrásico, a la par de lo metodológico, está en juego en la toma de decisiones y en la aceptación o rechazo de los resultados obtenidos mediante pruebas y contrastaciones.
“Ésa es la finalidad de la empresa educativa: que aquel que llega al mundo sea acompañado al mundo y entre en conocimiento del mundo, que sea introducido en ese conocimiento por quienes le han precedido… que sea introducido y no moldeado, ayudado y no fabricado.” (Meirieu, 2003: 70)
Referencias bibliográficas
- Acevedo et al. (2009): Naturaleza de la Ciencia, Didáctica de las Ciencias, Práctica Docente y Toma de Decisiones Tecnocientíficas. En Sala de lectura CTS+I, Organización de Estados Iberoamericanos. www.oei.org (las referencias a las que alude la cita se encuentran en la bibliografía correspondiente)
- Bourdieu, P. (1999): El campo científico. En Intelectuales, política y poder. Eudeba, Bs. As.
- Feyerabend, P. (1986): Tratado contra el método. Tecnos, Madrid.
- Horkheimer y Adorno (1969): Dialéctica del iluminismo. Sur, Bs. As.
-Kant, I. (2009): ¿Qué es la ilustración? En: www.usma.ac.pa/.../Kant.%20Qué%20es%20la%20Ilustración.pdf
- Kuhn, T. (1980): Los paradigmas científicos. En Estudios sobre sociología de la ciencia. B. Barnes comp. Alianza, Madrid.
- Meirieu, P. (2003): Frankestein educador. Laertes, Barcelona
- Merton, R. K. (1980): Los imperativos institucionales de la ciencia. En Estudios sobre sociología de la ciencia. B. Barnes comp. Alianza, Madrid.
- Popper, K. (1993): Conjeturas y refutaciones. Paidós, Barcelona. 3ª reimpresión.
- Quine, W.V. (1992): La búsqueda de la verdad. Crítica, Barcelona.
martes
miércoles
Ni magos ni hechiceros
Una discusión en torno a la relación ciencia, tecnología y comunicación
Jorge Rasner – Universidad de la República
Durante el año 2002 y en el marco de una conferencia donde se discutían aspectos concernientes al tratamiento que dan los medios masivos de comunicación a la ciencia y a su recepción por parte del público, Umberto Eco presenta una ponencia titulada El mago y el científico (Eco, 2009a); el artículo tuvo inmediata repercusión. Allí Eco critica y lamenta el proceso que condujo a lo que podría denominarse la tecnologización de la ciencia. Esto es, una imagen desfigurada de la ciencia por los medios de comunicación, quienes sólo destacan sus efectos prácticos y no lo que Eco considera verdaderamente relevante: el proceso que conduce al saber qué, piedra de toque de toda posterior tecnología. Esta imagen tecnologizada vendría además a tergiversar, según Eco, lo que es la verdadera profesión y fervor del científico: una labor paciente a través de la cual se observa, reflexiona y ensaya hasta generar descripciones y conjeturas acerca del por qué y cómo de los objetos y procesos que componen su dominio disciplinar; conjeturas que serán luego sometidas a riguroso examen sin que, en principio, ninguna presión lo obligue a manipular resultados experimentales, ninguna urgencia lo apremie para dar por finalizado el informe, ninguna eventual aplicación posterior lo inquiete de forma perentoria, y menos aún que algún público, fuera del que compone la propia comunidad disciplinar, lo reclame.
Esta perspectiva de lo que son y cómo proceden los científicos desarrollando sus disciplinas no va de suyo ni es evidente, pero se ha naturalizado conceptualmente. Entre otras razones porque proviene de una tradición intelectual de rancio abolengo que data de muy antiguo. Mantiene un fuerte arraigo en la actualidad y es frecuente leer en manuales corrientes de introducción a alguna disciplina específica conceptos por el estilo: la ciencia produce saber en forma desinteresada y la técnica aplica ese saber en forma interesada. Este modelo ha sido denominado modelo jerárquico de la relación ciencia-tecnología porque establece un nítido orden de prelación entre quienes producen saber y quienes aplican saber. Quizá Platón fue quien primero propuso que el conocimiento verdadero, a diferencia de la técnica, sobreviene cuando se rompen las cadenas que nos sujetan a la tenebrosa caverna y sus sombras y se torna así posible percibir las esencias en su prístina pureza. A lo largo de la historia intelectual de Occidente la cualidad de lo esencial e inmutable fue variando, ora fueron las ideas producto de la intuición pura o de razonamientos claros y distintos, ora la percepción del objeto tal cual es, ora haberse podido consustanciar en virtud de alguna cualidad o intelección con la leyes objetivas que rigen la Naturaleza, la Historia, la Sociedad, la Psique, el Mercado, etc.; pero lo que fundamentalmente se mantuvo constante fue la concepción de que el verdadero conocimiento resultará de traspasar la espesura y el lujurioso verdor de lo mutable e inconstante hasta alcanzar la perfecta correspondencia del discurso con una Realidad que ya está ahí, eterna e inmodificable, aunque no sea tarea fácil llegar hasta Ella. Quizá el objetivo pueda alcanzarse al cabo de un fatigoso trayecto en el que se deberá echar mano al espíritu de sacrificio que impone toda odisea; pero sin dejar de advertir que el camino, acaso, sea infinito dada la innata perversidad de los objetos inanimados –y ni qué hablar de los animados, aunque dicho sin ánimos de desilusionar a los viandantes.
Desde esta perspectiva, ciencia y técnica guardan entre sí considerable distancia. Son espacios de producción distintos que se manejan en diferentes planos; su contacto viene dado porque de algún modo, según Eco, la segunda es parasitaria de la primera.
Podría decirse que la primera –la ciencia- crea, y como toda creación no conoce otra preocupación que saciar la curiosidad intelectual del creador; tampoco debería responder a plazos, tiempos ni fechas de entrega –fuera de los que establece la propia Academia- puesto que la inspiración (contexto de descubrimiento) no se supedita a reglas y dicen que flaco favor se le haría si se pretendiese hacerlo; sólo al cabo del proceso de creación, cuando se conjeturan respuestas a las inquietudes intelectuales que las motivaron, es que se normaliza la hipótesis y se la somete a severas comprobaciones experimentales y análisis formal (contexto de justificación).
En cambio la segunda –la técnica- se movería al acecho de esos resultados para, traducción mediante, construir artefactos y volcarlos al mercado.
La primera –la ciencia- se muestra ajena de las imposiciones del mercado, o al menos querría que así fuera, aunque sea conciente y no pueda resolver la contradicción que implica saber que su buen funcionamiento depende casi enteramente de financiación que proviene de empresas o de gobiernos, cada vez más orientados a la búsqueda de resultados y menos a esperar de brazos cruzados que la comunidad científica gaste dineros para saciar apetitos inmanentes.
La segunda –la técnica- sería impensable sin el mercado, incluso el mercado que se monta el domingo en la calle del barrio.
Siguún el artículo de Eco, los artefactos técnicos no serían entonces directo resultado de la producción científica o incluso de un amoroso matrimonio, sino sus hijos naturales, y frecuentemente indeseados. No cabe responsabilizar al sabio por sus consecuencias, sólo al tecnólogo. Siguiendo esta línea de razonamiento, Galileo, Pasteur, Fermi, Oppenheimer y tantos otros que sería largo detallar fueron tecnólogos encubiertos.
Naturalmente, los productos tecnológicos ocultan su constitución para protegerse de la competencia, pero a través de ese ocultamiento de caja negra, sugiere Eco, invisten a esos productos de cierta potencia que, por incomprendida, refuerza la efectividad con la que cumplen su función. No sólo satisfacen deseos, inquietudes y necesidades de un público ávido de, por ejemplo, bañarse con agua caliente a cualquier hora del día o la noche, o preparar un guiso sin necesidad de ir al bosque a recoger leña a hurtadillas del guardabosques del señor; o iluminar su noche con luz eléctrica, sino que, aparentemente según Eco, el que además se las satisfaga sin necesidad de que el usuario sepa cómo están hechos y cómo funcionan esos sistemas; el que sea apenas un insignificante botón el que ponga en marcha un intrincado laberinto de cables o circuitos o chips o engranajes para conseguir tostar un trozo de pan, genera o mantiene vivo entre los usuarios una especie de sentimiento mágico, puesto que, fascinados, sólo precisan de un leve toque al comando para cambiar el canal sin sospechar siquiera cómo se producirá el prodigio. Imaginemos entonces qué sucederá a este simple ciudadano cuando consigue, a partir de un golpe equivocado al botón izquierdo del ratón de la computadora, hojear un periódico en mandarín. ¿Creerá que es Merlín?
“La confianza, la esperanza en la magia, no se ha desvanecido en absoluto con la llegada de la ciencia experimental. El deseo de la simultaneidad entre causa y efecto se ha transferido a la tecnología, que parece la hija natural de la ciencia. ¿Cuánto ha habido que padecer para pasar de los primeros ordenadores del Pentágono, del Elea de Olivetti tan grande como una habitación (los programadores necesitaron ocho meses para preparar al enorme ordenador y que éste emitiera las notas de la cancioncilla El puente sobre el río Kwai, y estaban orgullosísimos), a nuestro ordenador personal, en el que todo sucede en un momento?” (Eco, 2009a)
Ahora bien, ¿cómo se mantiene vivo este sentimiento de objeto mágico, en línea con el resurgimiento, que tanto lamenta Eco, de cultos y adoraciones de todo tipo, y por qué?
En verdad, y a estar por lo anterior, de la utilización un tanto capciosa que hace la tecnología de su modelo de caja negra se hace cómplice el sistema contemporáneo de comunicaciones de masas. La razón por la cual el usuario no comprende –o comprende mal- qué es esa cosa llamada ciencia es también responsabilidad de los medios de comunicación, que explotan inmisericordes el sentimiento mágico y la necesidad de sucesos mágicos que persiste en nosotros pese a algunos cientos de años de modernización que, sin embargo, han hecho mucho menos mella de lo deseado en una buena cantidad de cabezas, al punto tal que no sólo no nos despojamos definitivamente de algunos dioses, sino que gustosos le añadimos otros, como, por ejemplo, la idea de que la Realidad en sus diversas presentaciones es una cosa en sí, eterna e inmutable, que mueve los hilos desde bambalinas, si bien de manera diferente de acuerdo a como se la conciba -Estructura, Contexto, Cultura, Dialéctica, Lenguaje, Idea, Cosa en Sí, Etc.-, pero que sin embargo espera al fin del camino al que sabe cómo recorrerlo. El problema de la Verdad es sin duda un tema extremadamente complejo que no habré de considerar aquí; como lo es también la tesis de una Modernidad incompleta, y la correspondiente incompletud en lo que refiere a la modernización de conciencias, tesis que goza de muy buenos adeptos y que trasciende el espacio de este análisis. En cambio aludiré al tema sobre el que insiste Eco en el presente artículo referido a la no transmisión de la necesaria información al usuario como elemento determinante para incentivar el espíritu mágico del que, tal parece, necesita rodearse la tecnología para prosperar.
“La tecnología hace de todo para que se pierda de vista la cadena de las causas y los efectos. Los primeros usuarios del ordenador programaban en Basic, que no era el lenguaje máquina, pero que dejaba entrever el misterio (nosotros, los primeros usuarios del ordenador personal, no lo conocíamos, pero sabíamos que para obligar a los chips a hacer un determinado recorrido había que darles unas dificilísimas instrucciones en un lenguaje binario). Windows ha ocultado también la programación Basic, el usuario aprieta un botón y cambia la perspectiva, se pone en contacto con un corresponsal lejano, obtiene los resultados de un cálculo astronómico, pero ya no sabe lo que hay detr8ás (y, sin embargo, ahí está). El usuario vive la tecnología del ordenador como magia.” (Eco, 2009a)
¿Por qué la tecnología hace de todo para que se pierda de vista la cadena de las causas y los efectos? Eco no lo aclara en el contexto de su ponencia, excepción hecha de las razones que apelan a la magia, si se me permite la paradoja. Ahora bien, de cualquier modo es necesario aclarar que así como la “ciencia” en la realidad realmente existente no es la institución homogénea, comunista y desinteresada que creyó percibir Merton; la “tecnología” tampoco es una cosa ni un ente, menos una sustancia dotada de intenciones a la cual sea posible o conveniente referirse como tal.
Podrá argumentarse, es claro, que es una forma de hablar, que el tiempo de exposición en los congresos es siempre insuficiente y que a buen entendedor pocas o malas expresiones bastan. Quizá sea así en algunos casos, pero estimo que no en el que nos ocupa si en verdad queremos entender cómo operan la ciencia y la tecnología para poder actuar consecuentemente sobre ellas, y sobre todo, si lo que nos inquieta es hallar los modos para mostrarle a ese simple ciudadano, al que según Eco se le incentiva el sentimiento mágico para atraparlo –en el sentido absoluto de la palabra- con un artefacto, que allí hay muchas cosas y muy complicadas de exponer y entender, pero no magia.
Como se dijo anteriormente, la tecnología no es una entidad uniforme sino un conjunto heterogéneo de prácticas multiformes empleadas para producir artefactos, procedimientos y servicios. Algunas tecnologías son empleadas con una finalidad política, como, por ejemplo, las destinadas a programas militares, de control social y propagandístico, prospectivas, etc. Otras para ser comercializados en el mercado. Aquí estamos hablando de bienes de uso y bienes de cambio, tanto tangibles como intangibles. Esta producción no se da en el vacío ni porque sí, sino que es llevada a cabo por industrias productoras de bienes de todo tipo para proveer mercados que las demandan y conseguir un determinado lucro a cambio, lo que incluye también crear productos que induzcan la demanda. La demanda tiene altos y bajos, es hasta cierto punto manipulable por los denominados “tiburones” corporativos, pero en buena medida la compleja y multidimensional red de interconexiones que constituye la economía contemporánea no posiciona a nadie en un lugar de dominio absoluto del panorama al punto tal de controlar las fluctuaciones a su antojo y exclusivo provecho. Hay sí, por supuesto, mejores observatorios que otros; se toman decisiones con muy buena visibilidad, a poca distancia de Wall Street, y hay lugares que no permiten visibilidad ni capacidad de decisión alguna, donde con frecuencia se es pasto de especuladores de toda laya y condición que hacen desaparecer ahorros previsionales de toda una vida, propiedades muebles e inmuebles y otras desgracias por el estilo sin que medie magia alguna pero sí intrincadas especulaciones mediante “apalancamientos” bursátiles que el ciudadano común ignora pero los “tiburones” no.
En buena medida estas fluctuaciones de marcado pueden ocasionar crisis de todo el sistema, crisis sectoriales o crisis de una empresa. Una concepción fuertemente arraigada en la tradición occidental, que alumbró y mundializó el modo de producción capitalista, sostiene que el desarrollo industrial, financiero y comercial se consigue a través de la innovación productiva. Del mismo modo, las crisis –cíclicas e inherentes al sistema- en buena medida se enfrentan y mitigan a través de la innovación tecnológica. Esto se aplica tanto para la innovación de productos como para la innovación en los modos de innovar. Conviene tener en claro, sin embargo, que las innovaciones no se producen o aplican porque sí, ni porque las empresas entiendan que ésta es una cuestión donde se pone en juego su condición de “modernas”, tampoco porque aplicar el saber sea deseable de por sí, ni porque sea bueno o estéticamente bello o esté a la moda, sino porque proporciona los medios para sacarle ventaja –y de ser posible aplastar- a los competidores a través de una mayor o mejor producción, mejores precios, mejor calidad de los productos, etc., y así conquistar mayores proporciones del mercado. Puede incluso darse el caso de que un mejor rendimiento productivo, en una circunstancia determinada, se consiga recurriendo a medios de producción arcaicos, o a fuentes energéticas perimidas de acuerdo a la opinión de los productores de saber; de ser así el empresario no tendrá dudas y seguramente la innovación seguirá siendo sólo una posibilidad en el horizonte, ya que el modo capitalista de producción no es un máquina pensada para la innovación, su objetivo primordial no es innovar sino acumular y multiplicar capital. Sólo innovará cuando lo entienda indispensable, en condiciones determinadas para circunstancias determinadas.
La imperiosa necesidad de prevalecer a toda costa no implica mala intención ni, menos aún, una malignidad inherente al empresario. Implica sí conocer y practicar un determinado juego cuyas reglas son precisas y sus consecuencias fatales si se las ignora. Por tanto, tampoco es este negocio un algoritmo de suma cero donde todos salen beneficiados cuando persiguen su propio beneficio, a despecho de la elegante y muy británica mano invisible, sino una lucha por la conquista del mercado que tendrá sus vencidos y vencedores.
La producción, difusión y aplicación de tecnología es en consecuencia una práctica con muchas cabezas, tanto en un sentido cuantitativo como cualitativo, –aunque algunas puedan ponerse de acuerdo y por ejemplo constituirse en cárteles-, diseminadas a lo largo del tiempo y el espacio y sujetas a condiciones cambiantes; y como tal las estrategias que animan a estas muchas cabezas son variadas, algunas apostarán a producir conocimiento y echarán mano al presunto saber verosímil de los sabios o recurrirán a técnicos no tan académicos pero muy eficaces, otras conservarán prácticas tradicionales, algunas ocultarán determinada información y otras no, algunas procederán de determinada manera en un período y de otro en otro período.
Estimo que se infiere de lo anterior que referirse a la tecnología como a una cosa, estable y permanente, y atribuirle propiedades y comportamientos únicos es erróneo en muchos sentidos: A) porque ignora su naturaleza cambiante y oportunista, que hace que sean muchos y muy variados y dispares los procesos tecnológicos. B) porque esta ignorancia nos distancia conceptualmente de una comprensión de los procesos de adaptación, utilización y apropiación que son inherentes a la difusión de los procesos tecnológicos; requisito indispensable si, además, se evalúa como tarea importante hacerlos comprensibles para un público de no especialistas, tal como somos todos nosotros, en definitiva. C) porque un mismo proceso tecnológico puede habilitar variedad de usos; las tecnologías de la información y comunicación, por ejemplo, pueden generar desinformación (como el muy rudimentario procedimiento empleado durante la época estalinista para borrar, literalmente, la imagen pública y existencia pasada de alguien que se había “vuelto” enemigo); información, difundiendo, por ejemplo, imágenes que alerten a la ciudadanía sobre tal o cual problema; exceso de información, generando desinformación por la degradación de los contenidos y por las dificultades para separar del fárrago lo relevante, lo que algunos autores denominan entropía de la información. Inclusive las contemporáneas tecnologías de la información y comunicación pueden servir de “soporte” a una innumerable variedad de acciones que van desde difusión de pornografía infantil, proselitismo puro y duro, interacción social, hasta páginas desde las cuales se insta a una educación que propenda a un uso socialmente responsable del propio soporte tecnológico.
Entonces, apelo a la memoria del lector y vuelvo a preguntarme por qué Eco afirma que el ocultamiento de la relación causa-consecuencia beneficia la demanda, el uso y el disfrute de la tecnología.
Confieso que no lo sé. Creo, sin embargo, que mantener el secreto de la relación cusa-efecto –o al menos no publicarla- no es deliberada, tampoco que quienes lo hacen presuman que ese secreto de alguna manera resulte beneficioso económicamente o alimente ese “sentido mágico” al que alude Eco. Estimo, en cambio, que la desinformación es el resultado de una cultura mediática que apuesta a la espectacularización de la noticia científico-tecnológica (la presentación, fuera de todo contexto, de la nueva y milagrosa vacuna, del nuevo planeta, la nueva arma de destrucción masiva, etc.), y adrede elude el proceso de su producción, considerado tedioso dados los estándares mediáticos al uso, para privilegiar el impacto del resultado, lo que, incidental pero no intencionalmente, conduce a que se ignore todo aquello que no apunte directamente a ese objetivo.
Quizá el resultado entre lo que plantea Eco y lo que se afirma acá no cambie, pero lo que sí cambia es el qué, cómo y por qué se informa o se deja de informar, factores a mi juicio claves para repensar los modos de transmisión de la información. Una cosa es que se oculten aspectos importantes del proceso porque se desea proteger el producto y además incentivar el sentimiento mágico del consumidor, otra que simplemente se ignoren esos aspectos porque se presume que no despertarán el interés del público y se dificultará la venta del espacio publicitario.
De cualquier manera, conviene recordar aquí, a efectos de evitar afirmaciones apresuradas, que tampoco es lógico pedir a los medios de comunicación, en el marco de una economía de mercado mundializada, lo que no se le pide a, por ejemplo, la Ford Motor Co. o al Citigroup; también los medios son una industria, también producen, también venden, también compiten, también quiebran, también dependen de las fluctuaciones de demanda del mercado:
“Es inútil pedir a los medios de comunicación que abandonen la mentalidad mágica: están condenados a ello no sólo por razones que hoy llamaríamos de audiencia, sino porque de tipo mágico es también la naturaleza de la relación que están obligados a poner diariamente entre causa y efecto. Existen y han existido, es cierto, seres divulgadores, pero también en esos casos el título (fatalmente sensacionalista) da mayor valor al contenido del artículo y la explicación incluso prudente de cómo está empezando una investigación para la vacuna final contra todas las gripes aparecerá fatalmente como el anuncio triunfal de que la gripe por fin ha sido erradicada (¿por la ciencia? No, por la tecnología triunfante, que habrá sacado al mercado una nueva píldora).” (Eco, 2009a)
Por cierto, desde la perspectiva en la que se sitúa Eco en su ponencia hay un señalado culpable/cómplice de esta manipulación ocultista que se le propina al público: los medios masivos de comunicación. El público, que de por sí es poco proclive a penetrar en los meandros de la producción de conocimientos y más propenso a agarrar entre sus manos y sin cuestionamientos de ninguna especie el mando a distancia del televisor para poner algún programa de entretenimientos al cabo de ocho o más horas de trabajo, padece esta sistemática des-información y acaba en la ignorancia. Los media, sostiene Eco, están preocupados por porcentajes de audiencia y manifiestan poco entusiasmo por promover programas que, por ejemplo, intenten explicar qué es esa cosa llamada ciencia.
“Los medios de comunicación confunden la imagen de la ciencia con la de la tecnología y transmiten esta confusión a sus usuarios, que consideran científico todo lo que es tecnológico, ignorando en efecto cuál es la dimensión propia de la ciencia, de ésa de la que la tecnología es por supuesto una aplicación y una consecuencia, pero desde luego no la sustancia primaria.” (Eco, 2009a)
En verdad, lo verdaderamente extraño de la afirmación precedente es que sea Eco quien lo expresa, cuando ya en la década de los setenta, en pleno auge del recurrente tema de la manipulación mediática, sostuvo casi a contrapelo de lo políticamente correcto que si bien, desde luego, intención de manipular existe, ésta conoce límites, enfrenta filtros, al punto tal que lo recibido sufre un proceso de recodificación por parte de los receptores que altera, en ocasiones significativamente, la intención original del publicista o propagandista. (Eco, 1993)
En línea con lo anterior, y desengañado del valor informativo que puedan proporcionar los medios de comunicación, propone:
“Creo que deberíamos volver a los pupitres de la escuela. Le corresponde a la escuela, y a todas las iniciativas que pueden sustituir a la escuela, incluidos los sitios de Internet de credibilidad segura, educar lentamente a los jóvenes para una recta comprensión de los procedimientos científicos. El deber es más duro, porque también el saber transmitido por las escuelas se deposita a menudo en la memoria como una secuencia de episodios milagrosos: madame Curie, que vuelve una tarde a casa y, a partir de una mancha en un papel, descubre la radiactividad; el doctor Fleming, que echa un vistazo distraído a un poco de musgo y descubre la penicilina; Galileo, que ve oscilar una lámpara y parece que de pronto descubre todo, incluso que la Tierra da vueltas, de tal forma que nos olvidemos, frente a su legendario calvario, de que ni siquiera él había descubierto según qué curva giraba, y tuvimos que esperar a Kepler.” (Eco, 2009a)
Bueno es consignar que no es la primera vez que Eco propone recurrir a instrumentos educativos –aun heterodoxos- a efectos de compensar el bombardeo mediático que padecen los receptores (Eco, 2009b). Quizá la diferencia estribe en que en el artículo que nos convoca el imperativo tenga resonancias dramáticas.
De cualquier modo, entiendo que una necesaria alfabetización científico-tecnológica debe, desde luego, tener en los pupitres un lugar privilegiado, pero no puede ni debe prescindir de los medios masivos de comunicación e información, ya que éstos constituyen una verdadera ventana al mundo –incluso la ventana al mundo- para la mayoría de los ciudadanos. No discutiré ahora si esto es bueno o malo ya que no corresponde juzgar aspectos aislados de contexto en un sistema social fuertemente interconectado, sí me propongo sostener que dejar de lado en este proyecto de alfabetización científico-tecnológica a los medios de comunicación condena a un casi seguro fracaso. La eficacia del mensaje, si lo que nos preocupa es el mensaje y no el medio, depende de que se sepa utilizar lo mejor de lo que ofrece. Para ello hay que conocerlos y entender a qué los obliga ser una industria más, pero simultáneamente qué horizontes les abre ser una industria productora o difusora de contenidos multimedia en una sociedad de consumidores. Se objetará, como lo hace Eco, que acaso sea imposible conciliar su condición de empresas sometidas a las reglas de juego del mercado con su eventual papel de transmisoras de información socialmente útil pero no atractiva.
Afortunadamente tenemos a mano al menos una docena de ejemplos donde esto sí fue y es posible, aún en este contexto de medios sometidos a rigurosas reglas de juego empresarial y aún presumiendo de antemano que el público no está interesado más que en entretenimiento liviano. Un reciente artículo de Geoff Brumfiel (Brumfiel, 2009) aparecido en la revista Nature, señala que si bien el periodismo científico en sus formatos clásicos está decayendo en los EEUU y descienden de continuo las páginas y columnas dedicadas al tema en correspondencia con los empleos relacionados, crece en cambio el número de blogs dedicados a la divulgación de la ciencia, muchos de ellos escritos por los propios investigadores, y el número de visitas que reciben algunos de ellos es verdaderamente asombrosa. Ejemplos como estos señalan a las claras que hay un público interesado en recabar información y está dispuesto a recurrir a los medios, aunque quizá no en forma sistemática y sólo esporádicamente o en relación con preocupaciones puntuales. Afortunadamente también, algunos sujetos, tanto los nuevos bloggers como los tradicionales productores, editores y empresarios de los medios, junto a científicos y divulgadores profesionales, se atreven de diversos modos a generar espacios donde abrir las cajas negras de la ciencia y la técnica no equivale a bostezo, y consiguen horarios centrales y buenos niveles de audiencia o grandes cantidades de visitantes de sus sitios web. No es fácil, nadie pretende que lo sea, bástenos con saber que es posible y que la condición para ello consiste no en empobrecer la información recurriendo a la mera exhibición espectacular del resultado, sino mostrando con buenas dosis de ingenio audiovisual y buena técnica, las intenciones y pasiones humanas que se agitan tras estas empresas, los contextos sociales que estimulan o desestimulan la producción científico-tecnológica, los resortes generalmente ocultos, los tejes y manejes, las rencillas y las alianzas políticas, las cadenas causales, su retroalimentación, sus éxitos y fracasos, generando el deseo de los telespectadores por saber qué nos van a traer hoy.
En otro lugar sugerí (Rasner, 2009) que un proceso de alfabetización científico-tecnológica requiere en primer lugar la generación del deseo de saber cómo en el público, en caso, desde luego, de que éste no le preexista, como suele suceder en ocasión de sucesos clamorosos. Y la generación de este deseo acaso dependa menos de la espectacularidad con la que es presentada la noticia y más de una acción coordinada y conjunta de todos los medios de información y comunicación a efectos de generar entre la ciudadanía la convicción de que abrir la caja negra no sólo no es aburrido sino que puede ser interesante además de imperativamente necesario. Fundamentalmente porque conocer el mundo en el cual se vive es ineludible para intervenir; y, para el caso que nos ocupa, cuando menos tomando posición sobre aquellos aspectos de mayor relevancia de la producción científico-tecnológica que de un modo u otro impactarán sobre nuestras vidas.
El ámbito científico no es una torre de marfil donde el “mundo de la vida” no penetra ni la técnica un símil de la magia para la pléyade de legos, sino ámbitos que si han podido prosperar es precisamente porque están socialmente legitimados y penetrados. Y quienes de un modo u otro lo legitiman y penetran son esos mismos ciudadanos, aun de la manera menos consciente, sea a través del pago de sus impuestos o consumiendo confiadamente un producto. Entonces, la producción de saber incluye al ciudadano directa e indirectamente (lo sepa o no, lo quiera o no), y resulta prioritaria su inclusión efectiva en el contexto sociotécnico en el cual nace, vive y muere.
En suma: esta inclusión será consecuencia de una acción educativa y alfabetizadora que no deberá desaprovechar el poder de penetración de los medios masivos de información y comunicación, y deberá ayudarnos a descubrir que las cajas negras científicas y tecnológicas pueden ser abiertas, y que lo que allí se oculta es fascinante pero no mágico. Que ese manojo de cables o engranajes es fruto de una paciente acumulación de generaciones de investigadores e incontables investigaciones (prescindiremos, desde luego, de la distinción artificial e ideológica entre científicos y técnicos); y que esta acumulación ocasionalmente se convierte en una “estructura disipativa” (como señaló Prigogine) que genera saltos cualitativos y transformaciones a todo nivel a los que solemos denominar revoluciones científico-tecnológicas.
Referencias Bibliográficas
_ Brumfiel, G. (2009): Science journalism: supplanting the old media, Nature, 458, 18-03-09, pp. 274-277, en
http://links.ealert.nature.com/ctt?kn=60&m=32177235&r=MTc2NjcyNDA3MgS2&b=2&j=NDY4MzcyNTAS1&mt=1&rt=0
_ Eco, U. (1993): ¿El público perjudica a la televisión?, en Sociología de la comunicación de masas. Vol. II, M. de Moragas comp., Ed. G. Gili, México.
_Eco, U. (2009a): El mago y el científico, en http://www.periodistadigital.com/
_Eco, U. (2009b): Para una guerrilla semiológica, en www.geocites.com/nomfalso
_ Rasner, J. (2009): La publicación del conocimiento científico, en La comunicación en la era de la mundialización de las culturas, J. Rasner comp., CSIC/UDELAR, Montevideo. (Versión preliminar en www.epistemealsur.blogspot.com)
lunes
Jorge Rasner
Resumen: Es necesario plantear estrategias eficaces para promover la
divulgación de conocimiento científico-tecnológico para atraer el interés del
gran público. Desde la perspectiva que se expondrá, propondré que la
divulgación debe evitar recurrir a la espectacularización de la “noticia”
científico-tecnológica y fortalecer, en cambio, una orientación que apunte a la
alfabetización que promueva una cultura científico-tecnológica de masas. Para
ello se debe tender a que el público reciba una información integral de los
procesos productivos de conocimiento desde un contexto que tenga en cuenta
los móviles y expectativas de todos los agentes involucrados.
Propongo, en primer lugar, reservar el concepto difundir (extender, esparcir,
propagar) para denotar la tarea de hacer público el resultado de las
investigaciones científico-tecnológicas que los especialistas dirigen a sus
pares; es decir, a otros especialistas de su mismo campo y especialidad y que,
por tanto, comparten con el difusor similares códigos lingüísticos y ontológicos.
Precisamente, al especificar que se comparten similares códigos no sólo aludo
a la mera posesión de una jerga en común, sino a una matriz disciplinar
compartida, lo que implica formaciones profesionales normalizadas y
aproximadamente equivalentes, objetivos y problemáticas comunes, una
ontología compartida y modelos de abordaje de la realidad regulados y
definidos por esa ontología (Kuhn,1980).
Por tanto, entre pares esta familiaridad de propósitos facilita enormemente la
exigencia de comunicabilidad de resultados y la comprensión y la discusión de
sus contenidos, ya que se dan por sobreentendidos ciertos supuestos y
fundamentos. En cambio, la dificulta o la torna directamente imposible para
aquellos que no pertenecen a esa comunidad disciplinar, y en consecuencia no
comparten, parcial o totalmente, sus códigos.
La difusión así entendida, restringida al perímetro definido por ese campo
disciplinar, y debido a ello tan efectiva como exitosa, es de esencial importancia
para la evolución de los campos disciplinares. En efecto, tal restricción favorece
la clausura del campo, y esta clausura es la que permite operar eficazmente sin
tener que revisar y reformular una y otra vez los principios que fundamentan la
matriz disciplinar. La comunicabilidad de los productos al interior de esta matriz
disciplinar suele verificarse, en la actualidad, a través de publicaciones
especializadas (sobre cualquier tipo de soporte), conferencias, seminarios,
congresos, comunicaciones personales, etc., donde la comunicación asume
tanto un carácter vertical y jerárquico (relación docente-discípulo), como
horizontal (entre pares, pese a las asimetrías). Ambas modalidades no sólo
favorecen sino incluso propician y hasta reclaman un tránsito y circulación de
información fluidos entre pares.
de carácter científico-tecnológico que se pretende comunicar a un público
amplio y heterogéneo de no especialistas.
Partiendo de estas caracterizaciones, tenemos que por su propio carácter, la
difusión se integra y atraviesa estructuralmente el proceso mismo de
producción de conocimiento científico-tecnológico; entendiendo por tal el
desarrollo completo de un proceso que comienza con la visualización de
problemáticas o cuestiones pendientes, continúa con la formulación de
hipótesis en el marco del denominado “contexto de descubrimiento” (ideación
de soluciones para problemas determinados) que apuntan a dar razón de lo
problemático, y concluye con el riguroso proceso de análisis y discusión
empleado para someter a control experimental las hipótesis en el marco del
denominado “contexto de justificación”.
La divulgación, en cambio, sólo podrá acaecer con posterioridad a la
difusión, una vez que el descubrimiento, sancionado ya como hecho científico
e integrado al cuerpo de conocimientos, ha cumplido con las etapas de
necesaria circulación y legitimación al interior del campo disciplinar. Desde ese
momento el hecho científico podrá pasar, eventualmente, a constituirse en
noticia a divulgar, y la información será para ello traducida desde la jerga
disciplinar al habla cotidiana.
Desde esta perspectiva cabe preguntarse entonces si juega algún papel la
divulgación en el proceso de producción de conocimiento. En otras palabras,
¿qué beneficio –sea lo que sea que se entienda por tal- proporcionará al
científico o al académico que un público muy amplio y heterogéneo esté al
tanto de lo que sucede al interior de campos científicos autonómicos, incluidos
aquellos más próximos al ciudadano corriente y que se presume están
estrechamente relacionados con la calidad de vida de ese “gran público”?
Podemos incluso adelantar que curricularmente hablando el beneficio será
escaso. No obstante esta realidad, una respuesta podría ser que la divulgación
proveerá al campo científico-tecnológico el anclaje social imprescindible para
su sustentablidad y continuidad.
Propondré más adelante que sólo si entendemos la divulgación en el marco de
un proyecto de alfabetización científica, imprescindible para generar una cultura
científico-tecnológica de masas que auspicie su desarrollo, será capaz de
conseguirse ese anclaje.
Es notorio que desde mediados del siglo XX ha cobrado singular importancia y
empuje la idea de que el conocimiento científico-tecnológico debe ser
divulgado entre el gran público. Ahora bien, frente a esta demanda en pro de la
divulgación creo que se impone, al menos, la exigencia de formularnos algunas
preguntas: ¿por qué tanto el proceso de producción de conocimiento científicotecnológico
como sus productos, deben ser divulgados? ¿Se lo percibe como
una necesidad –en alguno de sus múltiples sentidos- o apenas una extensión o
apéndice de la ideología cientificista que ha imperado a lo largo de la
modernidad? ¿Acaso este impulso revela la exigencia de enfatizar las
bondades de la ciencia y la tecnología, a menudo olvidadas por un público más
proclive a impactarse por “los monstruos del Dr. Frankenstein”?
Escojo una respuesta a esta inquietud que nos proporciona Fayard: “Un amplio
consenso reina hoy a la hora de reconocer la importancia de contar con un vasto
apartado de cultura científico y técnica. No sólo constituye un factor de desarrollo
económico, sino que también es un ingrediente esencial de la democracia. En teoría, los
individuos que disponen de mayores conocimientos son los actores sociales más
imaginativos y productivos. Los ciudadanos cultivados y advertidos no se dejarán
engatusar por futuros encantadores envueltos en tal o cual opción tecnológica. La
democracia es un proceso continuo, no un estado de hecho, establecido
definitivamente.” (Fayard, 1991: 27)
Más allá de la opinión que nos merezca la anterior afirmación, compartible en
general, especialmente con el espíritu que la anima, resulta llamativo observar
cómo esta postura en particular, así como la mayoría de la literatura referida a
la necesidad de generar estrategias de divulgación de conocimiento científicotecnológico,
dan por supuesto, y prácticamente no discuten, dos circunstancias
de singular importancia que me gustaría analizar:
a) en primer lugar, el ya mencionado supuesto de que el conocimiento
científico-tecnológico debe ser divulgado a como dé lugar. A raíz de lo cual, y
en muchos casos sin mayor explicación, se da por sobreentendido el poder
benefactor y/o emancipador (tanto desde el punto de vista del desarrollo
individual como del colectivo) que lleva implícita su divulgación. Armados con
esta convicción, poco más se precisa para concluir en la necesidad de su
propagación. A partir de este sobreentendido las discusiones rápidamente
pasan a girar en torno a cómo o dónde o con qué frecuencia o profundidad
debe efectuarse esa divulgación y de qué manera hacerle entender a los
propietarios de los medios de comunicación (aparentemente menos
convencidos o entusiastas) que la divulgación de conocimientos científicotecnológicos
es un buen negocio y no una pieza ornamental o de relleno para
cuando falla la nota de actualidad o “bajan” las necrológicas.
b) en segundo lugar, la constatación de la falta de una reflexión a mi juicio
imprescindible pero que aparentemente no incomoda mayormente a quienes
desarrollan literatura especializada en esta materia: ¿querrá el gran público ser
objeto de divulgación? Y en caso de una respuesta afirmativa, que por cierto no
va de suyo, ¿por qué y con qué propósito?
Considero que cuando menos no resultará eficaz divulgar una cultura científicotecnológica
sin antes formularse esta pregunta, dando por descontado que hay
un público y ese público habrá gustosamente de recepcionarla sin mayor
cuestionamiento una vez que se dé en el clavo con el modo y el medio. Por el
contrario, debe asumirse que se trata de cambiar una cultura científicotecnológica
previa, lo que incluye, desde luego, también la indiferencia o el
repudio por cualquier cosa que huela a ciencia y tecnología y a lo que a ellas
viene asociado o connotado, consciente e inconscientemente. Y esto, desde
luego, resulta enormemente problemático, ya que el choque con estas
creencias y convicciones sólidamente establecidas e inercias incorporadas no
se evita adornando la presentación. Por tanto, entre el emisor y el receptor no
media sólo un canal con sus “ruidos técnicos” de fondo, sino también una
distancia a menudo erizada de obstáculos, pre-juicios y malentendidos que no
habrán de solucionarse sino incluso agudizarse si se insiste en dar al problema
un encare meramente instrumental.
Vale decir, se cometería un gran error si se da por supuesto que la ciencia y la
tecnología le importan a todo el mundo, y aún más si se supone que le
importan de la misma manera que al científico o al divulgador. Tampoco basta
con que se haya proclamado con antelación su relevancia y se orqueste una
campaña en ese sentido. Estimo que de ser así de poco servirá que esté
expresada en lenguaje “popular”, sencillo y comprensible, o que se la haya
montado para su exhibición en una escenografía seductora, rodeada de todos
los efectos que caracterizan a las presentaciones de los medios de
comunicación de masas hoy día.
Sostengo, en cambio, que para que esa información resulte eficaz -es decir,
genere interés- deber ser antes que nada sentida como relevante por aquellos
a quienes va dirigida, aunque este sentimiento no coincida con el del científico
o el del divulgador.
Pongamos como ejemplo para ilustrar lo anterior un caso ordinario: ¿Cuál será
la importancia que un empleado que trabaja doce horas al día, y emplea otras
dos, entre idas y vueltas, para trasladarse de su casa a los trabajos, puede
otorgarle a los descubrimientos astronómicos realizados gracias a las
imágenes que envía el telescopio espacial Hubble, o siquiera deleitarse con
esas estupendas imágenes? Y aún más, ¿en qué medida sentirá que esa
información constituirá algo decisivo en su vida cotidiana? ¿La modificará o le
reportará algún beneficio inmediato? Las eventuales preguntas de este
hipotético ciudadano no son extraordinarias, presumo que todos nos las
hacemos cuando alguien pretende comunicarnos algo que no nos interesa
especialmente o no está en nuestro horizonte de preocupaciones inmediatas.
Por tanto, ¿qué significa que una información resulte relevante –sentida como
tal- para todos aquellos que, pese a su heterogeneidad (de clase, formación,
etc.), colocamos en la categoría de gran público? La respuesta involucra
muchísimos aspectos que trascienden el ámbito propio de la divulgación
mediática, tanto en su faz operativa como en su faz de indagación, pero si se
pretende comenzar a elaborar una estrategia eficaz creo que ante todo
debemos apuntar a conocer al eventual receptor antes de –insisto- pasar al
terreno donde la preocupación fundamental (dando ya por laudada la
importancia que la ciencia y la tecnología revisten para todo el mundo y/o su
indudable impacto comercial –curiosa aseveración de pobre fundamento)
parece enfocarse exclusivamente en la instrumentación de procedimientos de
divulgación científico-tecnológica que la hagan “menos aburrida”, más parecida
a los productos de la industria del entretenimiento, a efectos de que llegue al
mayor número posible.
No hace falta añadir que, desde este esquema, es notoria la discordancia entre
los objetivos planteados, las convicciones de las que se parte y la realidad que
ha de tenerse en cuenta para llevarla a cabo.
Sostengo, por tanto, que debemos empezar a pensar en la divulgación (me
refiero fundamentalmente a la efectuada desde los medios, pero sin dejar de
lado la museística) como parte integrante -sin duda una parte de enorme
importancia- de un proyecto que necesariamente deberá tener una mayor
envergadura y deberá apuntar a desarrollar una cultura científica y
tecnológica de masas.
Esto es, considero que si bien la divulgación de conocimientos científicostecnológicos,
tal como se la ha venido considerando hasta aquí, constituye una
parte absolutamente necesaria, resulta en modo alguno suficiente, y requiere
del complemento de una empresa educativa de mucho mayor aliento que
propenda a una verdadera alfabetización científica.
Por otra parte, lo que entiendo por alfabetización científica, al menos la
porción de la misma que es posible llevar a cabo desde los medios masivos de
comunicación, apunta a explicar más que a mostrar y debe, como se ha dicho
anteriormente, comenzar por plantear al “gran público”, y aun antes plantearse
a sí misma, no sólo los resultados de la investigación, sino por qué y para qué
se entiende que es preciso divulgarla. E incluso ir más atrás y preguntar y
preguntarse para qué y por qué ciencia y tecnología.
Esto es, es preciso remontarse más allá de las causas y de las pre-nociones
que señalan demasiado claramente en una dirección y “naturalizan”
circunstancias, para poner de manifiesto la multiplicidad de factores que están
a la base un acontecimiento. En efecto, la cultura científico-tecnológica, tal
como la conocemos, no es un hecho “natural”, sino un producto histórico que
obedece a una determinada evolución política y cultural y se ajusta a los
patrones y expectativas que esa cultura desarrolló en el contexto de un modo
de producción. ¿Acaso esta circunstancia no necesita ser explicada para
entender la eficacia que tanto la ciencia como la tecnología pregonan –y sin
duda han demostrado tener- para operar en ciertos campos? ¿Y por qué será
más eficaz en unos que en otros? ¿Será su eficacia, tanto en su papel de
productora de saber como de soluciones técnicas, independiente de la
necesidad, del contexto o de los objetivos que se plantea cualquier individuo en
cualquier comunidad y en cualquier circunstancia? ¿Hay que aceptarla, aunque
venga en paquetes etiquetados tómela-o-déjela, cualesquiera sean los
contextos de aplicación?
Sólo al cabo de incitar a reflexiones colectivas de este tenor, estimo, el público
de no especialistas, el “gran público” -todos nosotros, en definitiva- quizá
empiece a sentir que el suyo no es el lugar del mero espectador o usuario de
los resultados de los procesos de producción de conocimientos, sino el de
partícipe en las condicionantes del proceso mismo.
Por ejemplo, estar al menos informado acerca de quiénes deciden qué
proyectos emprender y cuáles desechar y por qué, cómo y por qué se llega a
determinar objetivos, cómo se desarrolla el proceso y por qué, cómo se
organiza la comunidad de científicos para producir y para validar sus productos
antes de sentenciar que algo está “científicamente comprobado” o “que no hay
elementos científicos para afirmar tal o cual cosa”, qué significa que se ha
tenido éxito o que se ha fracasado en el intento, aspecto que no recoge mayor
eco periodístico, pero que, sin embargo, desde un punto de vista educativo es
de igual o mayor importancia, incluso, que el éxito. En otras palabras, que el
“público en general” posea instrumentos de reflexión para actuar sobre lo
producido por la comunidad científico-tecnológica.
Finalmente, considero que la mejor manera de comenzar un proceso de
información científico-tecnológica será pugnar para que la divulgación insista, a
través de todos los medios técnicos y estilísticos a su alcance, en señalar a
divulgadores y a quienes aspiran a serlo que el contexto en el que se produce o
diseña un producto científico-tecnológico (y el por qué se lo hace y qué lugar
ocupa ese proyecto dentro de un programa de investigación frecuentemente
mucho más amplio, e incluso interdisciplinar) debe constituirse en el principal
objetivo a elucidar ante el gran público; condición necesaria para que,
eventualmente, el producto final pueda ser comprendido y aprendido. En suma
y si se me permite la metáfora: apuntar a revelar las peripecias inseguras del
trabajo científico, develando así el desarrollo de la intriga entre bastidores,
antes de llevar a escena los desenlaces.
Bibliografía
_ FAYARD, Pierre (1991): “Divulgación y pensamiento estratégico”, Arbor,
CXL, 551-552, noviembre-diciembre, pp. 27-36.
_ KUHN, Thomas (1980): La estructura de las revoluciones científicas,
México, FCE, 4ª reimpresión.
viernes
Jorge Rasner
Universidad de la República
"No se trata entonces de levantarse contra las instituciones sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prevalencias o prepotencias en cada lugar donde éstas se instalan y se recrean"
“En realidad, gran parte de la denominada nueva cultura no es más que mecánica”, filosofaba Herder a contrapelo de las promesas del Siglo de las Luces y generando de paso fundadas sospechas en torno al presunto disfraz “ilustracionista” con el que se pretendía encubrir un mero ensamble de tuercas, tornillos, engranajes y chorros de vapor al interior de las factorías. Quizá algo similar esté ocurriendo en la actualidad con el deslumbramiento que produce la así llamada Sociedad de la Información, y no está de más preguntarse si en definitiva ese concepto igualmente promisorio no oculta un puñado de chips y transistores producidos a muy bajo costo que poco tendrían que ver con un tránsito informativo que mereciera tal nombre.
El propio concepto de información se emplea para designar situaciones y vínculos muy diversos, por lo cual se torna necesario comenzar por clarificar usos y significados del mismo. El presente trabajo tiene como propósito específico el análisis de la relación entre la profusión de mensajes transmitidos desde los medios masivos de comunicación y su impacto en el tejido social, a efectos de evaluar si ese monto de información inabarcable para seres humanos de carne y hueso –cualquiera sea la unidad de tiempo que se tome-, desparejo y de dudosa procedencia y calificación en muchos casos, constituye un elemento que es capaz de contribuir a generar algo que con propiedad podamos denominar Sociedad de la Información.
Es notorio que el acceso a los medios de comunicación no resulta hoy un gran problema, al menos para aquella porción de la humanidad que ha conseguido superar el mero nivel de supervivencia. Ahora bien, la relativa facilidad –y velocidad- para acceder a la densa red de flujos informativos proveniente de los medios masivos de comunicación en el mercado global representa una precondición necesaria, acaso, para pretender un cierto nivel de integración a la sociedad de la información, pero de ningún modo suficiente, si por adecuada integración entendemos a un receptor que organiza y procesa activamente ese flujo de mensajes -caracteres e imágenes heterogéneos y variopintos- en información coherente y significativa.
Pero, ¿qué implica ser un activo organizador? ¿Cómo se organiza, qué se organiza y para qué? ¿Puede acaso estipularse cosa semejante? Es en parte por estas razones que debemos movernos con cautela antes de efectuar un uso superficial del concepto “sociedad de la información”. Porque, desde luego, no basta con estar conectado a un aparato en tiempo real para estar informado, si por tal entendemos –al menos de manera preliminar- el más amplio, irrestricto y plural acceso tanto a las redes por las que discurre la información como a sus contenidos[1]. Pero incluso este tipo de acceso –aun de existir efectivamente la más amplia, plural e irrestricta oferta de información circulando por los canales de comunicación- no es algo que venga dado de por sí u ocurra espontáneamente y bastara apenas con estirar la mano para mover el dial o encender un aparato receptor.
Si por información hacemos referencia a datos que han sido organizados en vista a su comunicación por algún medio, va de suyo que toda información necesariamente es procesada por un emisor. Esto es, pasa por un proceso de recolección, selección y organización en vista a un propósito y de acuerdo a ciertos criterios. Se torna manifiesto, entonces, cómo a partir de cualquier proceso que implique comunicar una información –incluso a través de una simple charla interpersonal sobre acontecimientos cotidianos- se traslada a otros un constructo, sin proporcionar al mismo tiempo las claves de su construcción; esto es, no se hace explícito el interés que la motiva, los fines que se persiguen, ciertos sobreentendidos que pueden no resultar tales, etc. Desde luego, compartir códigos similares facilita la tarea, pero de ningún modo la hace transparente.
Sin lugar a dudas, este problema se agiganta y toma visos inquietantes si nos referimos a medios masivos de comunicación, ya que por su alcance, penetración, ubicuidad y poder legitimador inducen de inmediato la sospecha -genuina y lamentablemente fundada- de que, más allá de lo declarativo, se trata de una verdadera cadena de montaje de productos simbólicos para consumo masivo, puesto que desde muy pocos centros geográfica y fuertemente centralizados de recolección, selección y organización de datos se difunde información estandarizada a un público disperso, multitudinario e indiferenciado sobre el que necesariamente se debe actuar considerando un público “tipo”, que no será más que un mínimo común denominador capaz de decodificar un único y solamente un mensaje para todos [2].
Ahora bien, una vez instalada la preocupación en torno a la inevitable manufacturación del producto comunicable por parte de los medios masivos de comunicación, manufacturación vinculada a intereses comerciales y también políticos, debemos preguntarnos si es posible esperar que les quepa a estos medios algún papel en la construcción de una sociedad de la información, si por tal entendemos la pretensión de que el mayor número posible pueda integrarse, participar y generar oportunidades para sí y la comunidad que integra a partir del uso y beneficio que pueda extraerse de ese más fácil acceso al flujo y disponibilidad de información circulante.
Estimo que esta cuestión se torna de urgente elucidación por cuanto los medios se han vuelto omnipresentes en nuestra sociedad y, cada vez con mayor intensidad, representan el vínculo privilegiado de acceso a la información por parte de un gran público ensimismado, atomizado y disperso, pero no por ello menos necesitado de referencias a la hora de formarse una imagen del mundo, desde aquellas triviales, como salir o no a la calle con paraguas, hasta tomarle el pulso a tal o cual candidato[3]; y reclamará que esa imagen del mundo sea lo más fidedigna posible.
Si, como se ha dicho, partimos de la base de que toda información debe ser recolectada y organizada previo a su comunicación, que esa recolección y organización obedece a criterios y pautas previas –conscientes o no-, entonces ninguna comunicación podrá reflejar y re-presentar de manera objetiva la “realidad”, provenga de donde provenga, si por reflexión objetiva pretendemos denotar una percepción depurada de toda pre-noción y pre-juicios de cualquier especie que nos permitiría contemplar el “dato” o la “cosa en sí” en estado de pureza. Indudablemente percibir implica una jerarquización de aquello que es posible recortar de un fondo abigarrado y frecuentemente confuso, y una posterior organización de lo fenoménico que continuará replicándose a lo largo del proceso de transmisión y recepción. Esto es: la propia realidad –ésa que con frecuencia nos parece “dada naturalmente” y de buenas a primeras- es producto de una construcción de la cual somos protagonistas y principales involucrados, aunque sólo parcialmente conscientes de los múltiples factores –pulsionales, culturales, medioambientales, psicológicos, físicos, genéticos- que intervienen en ese proceso constructivo.[4]
Podemos convenir entonces que cuando se expresa la voluntad de proporcionar una información “objetiva” de la “realidad”, lo que en verdad estamos haciendo es tomar conciencia de la relatividad de nuestra mirada y del proceso cognitivo que le es inherente; y que al comunicarla trasladamos un punto de vista –el nuestro-, sobre cierto aspecto de lo que es la “realidad” para nosotros, conscientes de que lo es para nosotros y conscientes, por tanto, de su fragilidad. La objetividad será más una toma de conciencia del lugar desde el cual se opina que la vana pretensión de un reflejo exacto de esa realidad. Esta toma de conciencia remite a una necesaria y permanente vigilancia epistemológica[5] de nuestro punto de vista que busca –y estimo que consigue- zafar de la falsa oposición entre “realistas” o “materialistas” frente a aquellos que prefieren las encerronas relativistas o cierto moderado solipsismo desde la comodidad del “todo vale”, puesto que, en el mejor de los casos, ser conscientes de nuestras limitaciones nos dará la posibilidad de tomar distancia crítica y, eventualmente, romper con moldes perimidos, poco apropiados, etc.
No debemos entonces, y sin perjuicio de evaluar permanentemente y hacernos cargo de las características predominantemente comerciales y con fines de lucro que les son propias a los medios en la actualidad, cargar todas las tintas sobre la frivolidad o la manipulación informativa de los medios, ya que, aún cuando honestamente pretendieran reflejar la realidad o proporcionar información ciento por ciento fidedigna, no conseguirían más que proporcionar un punto de vista, un sesgo, una doxa. La cuestión entonces cambia de eje, puesto que lo que sí habrá de exigírseles no es una imposible objetividad o incluso imparcialidad, sino que se sea consciente de que toda información transmite puntos de vista, tratando de dejar especificado, en lo posible, el lugar desde donde se cree que se mira y se juzga (que no coincide necesariamente con el lugar desde el que se mira y juzga). Es por ello que ante la pregunta: ¿información desde dónde y para qué?, se impone la exigencia de tanto un análisis como de un autoanálisis que ponga de manifiesto el lugar (simbólico, desde luego) desde el cual se organiza la información.
Esta exigencia puede sonar a ingenuidad, a pretensión que parece ignorar el tremendo poder que detentan los medios, su capacidad para evadir todo tipo de control. Ese poder hace clamar de inmediato por regulaciones para prevenir abusos y mitigar atropellos, privilegiar el interés colectivo sobre el corporativo, propender al bien común en detrimento del lucro o la utilidad, tanto en lo que refiere al uso de las redes como al tenor de los contenidos, limitando o sancionando la “telebasura”, procurando asegurar el acceso universal y básico a toda la información sin vulnerar derechos previamente adquiridos ni la privacidad de nadie. Pero, ¿qué es, y para quién, “telebasura”? ¿qué es toda la información? ¿Quién podría manejarla, en caso de que le interese hacerlo?[6]
Sin pretender introducir consideraciones o discusiones del orden de la jurisprudencia, ni negar, tampoco, el valor que las regulaciones tienen a efectos de posibilitar la convivencia ciudadana, sospecho que ninguna norma está en condiciones de establecer cuáles son los alcances y los límites de la libertad de información. Esto es, qué debe ser informado y qué no, qué se entiende por interesante y para quién, qué por reservado, qué por estratégico, qué por privado, qué por inviolable, qué por oportunidad para el desarrollo. No creo que siquiera haya acuerdo en torno a qué se entiende por desarrollo o bienestar o cultura o basura. Presumo que ninguna disposición jurídica puede dar satisfacción a estas cuestiones, entre otras cosas porque se trata de una materia sustancialmente política y las decisiones que se tomen estarán subordinadas a la correlación de fuerzas y a la dinámica que el propio colectivo debe darse en función de los intereses que primen en la coyuntura.
De allí que quizá se deba reparar en el vínculo comunicacional como un todo relacional, y que el énfasis no recaiga exclusivamente sobre el poder del emisor de transmitir información significativa o basura narcotizante como algo unilateralmente ejercido –y aun perpetrado- por los medios masivos sobre la audiencia. Resultará conveniente visualizar esta relación como un ida y vuelta permanente a través de la cual el receptor juega un papel de no poca relevancia (al menos en el decisivo y democrático instante de pulsar el botón del control remoto y decidir raitings). Sin dudas el abordaje relacional redundará en una complejización del fenómeno, pero nos evitará simplificaciones en las que “Grandes Hermanos” sojuzgan impunemente a través de sus imágenes omnipresentes a “crédulos rebaños” (cual vulgar western con distintos malos), y en cualquier caso creo que se estará más próximo a la forma en la que efectivamente ocurren los procesos de interacción comunicativa de masas.
En efecto, desde el otro extremo del vínculo tenemos a un protagonista casi olvidado en las discusiones precedentes: el receptor, en tanto ciudadano que ingiere, y al ingerir procesa y metaboliza el flujo informativo, y al que por largo tiempo se le consideró –y hasta cierto punto se le sigue considerando por algunos analistas- mera víctima pasiva de los arrestos del poder mediático, al que Huxley denominó el “envenenamiento de rebaño”.
En 1974 Eco advertía sobre este fenómeno señalando con claridad el cambio de eje registrado en los análisis sobre la comunicación de masas ante la percepción del potencial de procesamiento de los mensajes por parte de la audiencia. Incluso el corazón de la argumentación de Eco se fundamenta en el hecho de que si efectivamente la televisión hubiese ejercido su tan mentado y célebre poder “idiotizador” sobre la primera generación de televidentes masivos, jamás hubiera existido un mayo del 68 [7].
En este sentido, la tan mentada sociedad de la información no habrá de construirse sólo por el concurso y por la buena, mala o aún peor oferta informativa o cultural de los medios masivos; tampoco por la mera disponibilidad tecnológica que permite un amplio y veloz acceso a esa enorme cantidad de información que se ofrece por múltiples medios, sino, fundamentalmente, por el uso que el “público” haga de ese accesibilidad, y a la calidad de ese uso, que sigue dependiendo en buena medida de agencias socializadoras[8] que sin duda mantienen aún su vigencia (hasta cuándo y de qué manera merecería un tratamiento extensivo que no cabe en este trabajo) pese a los cambios sustanciales y a los desplazamientos culturales que supuso la consolidación y penetración del poder mediático y su innegable poder de influenciar sobre el comportamiento del gran público; incrementado aún más como consecuencia del imparable proceso de concentración monopólico de la propiedad de los medios masivos de comunicación.
Fue nuevamente Eco, entre otros (también, por ejemplo, Michel de Certeau[9]), quien advirtió sobre el papel acaso mínimo, pero a la postre decisivo por su propia masividad, del espectador como “significador” y recodificador de la andanada de mensajes de la que es objeto:
“Habitualmente, los políticos, los educadores, los científicos de la comunicación creen que para controlar el poder de los mass-media es preciso controlar dos momentos de la cadena de la comunicación: la fuente y el canal. De esta forma se cree poder controlar el mensaje; por el contrario, así sólo se controla el mensaje como forma vacía que, en su destinación, cada cual llenará con los significados que le sean sugeridos por la propia situación antropológica, por su propio modelo cultural. La solución estratégica puede resumirse en la frase: «Hay que ocupar el sillón del presidente de la RAI», o bien: «Hay que apoderarse del sillón del ministro de Información», o: «Es preciso ocupar el sillón del director del Corriere.» No niego que este planteamiento estratégico pueda dar excelentes resultados a quien se proponga el éxito político y económico, pero me temo que ofrezca resultados muy magros a quien espere devolver a los seres humanos una cierta libertad frente al fenómeno total de la comunicación. Por esta razón, habrá que aplicar en el futuro a la estrategia una solución de guerrilla. Es preciso ocupar, en cualquier lugar del mundo, la primera silla ante cada aparato de televisión (y, naturalmente, la silla del líder de grupo ante cada pantalla cinematográfica, cada transistor, cada página de periódico). Si se prefiere una formulación menos paradójica, diré: La batalla por la supervivencia del hombre como ser responsable en la Era de la Comunicación no se gana en el lugar de donde parte la comunicación sino en el lugar a donde llega. Si he hablado de guerrilla es porque nos espera un destino paradójico y difícil, a nosotros, estudiosos y técnicos de la comunicación: precisamente en el momento en que los sistemas de comunicación prevén una sola fuente industrializada y un solo mensaje, que llegaría a una audiencia dispersa por todo el mundo, nosotros deberemos ser capaces de imaginar unos sistemas de comunicación complementarios que nos permitan llegar a cada grupo humano en particular, a cada miembro en particular, de la audiencia universal, para discutir el mensaje en su punto de llegada, a la luz de los códigos de llegada, confrontándolos con los códigos de partida.” (Eco, 2007)
Pido por cierto disculpas por lo extenso de la cita, pero creo que es decisivo considerar muy seriamente esta “resolución de guerrilla” propuesta por Eco si verdaderamente aspiramos a transformar la exposición al exceso de información –banal o no- en un proceso de construcción de información ponderada que contribuya a emancipar individuos, y de paso, last but not least, contribuir a desenmascarar las denominaciones nada inocentes que persiguen un fin claramente ideológico al tomar por “sociedad de la información” un mero batiburrillo discepoliano o una suerte de happy end hollywoodense[10], y apuntar en cambio a construir una sociedad donde la transmisión y recepción de la información se evalúe reparando menos en la cantidad de aparatos de radio y TV por familia relevada, en laptops per capita o usuarios de Internet por franja etaria, y más en cómo se califica el mensaje y en la batería de instrumentos que las agencias socializadoras están en condiciones de proporcionar al ciudadano para ello.
Referencias bibliográficas
- de Certeau, M. (2000) : La invención de lo cotidiano, Universidad Iberoamericana, Mexico (p. orig.1990).
- Eco, U. (2007): Para una guerrilla semiológica, en www.geocites.com.ar/nomfalso (10/07/2007)
- Enzensberger, H. M. (1985): La manipulación industrial de las conciencias, en Detalles, Anagrama, Barcelona (p. orig.1962)
- Wolton, D. (2006): Salvemos la comunicación, Gedisa, Barcelona (p. orig.2005)
[1] Noam Chomsky insiste fuertemente sobre el papel que el control y la concentración de los medios de comunicación juegan en una sociedad del tipo democrática-liberal: la fabricación de consensos a través una perspectiva –cuando menos- intencionada, que se difunde de manera más o menos orquestada por los que promueven cierta “organización” del mundo a través de la noticia. Véase por ejemplo del citado autor: El control de los medios de comunicación, en http://tijuana-artes.blogspot.com
[2] “La radiodifusión ya no tiene ni un solo punto de comparación posible con una fábrica de cerillas. Sus productos son totalmente inmateriales. Lo que fabrica y distribuye no son ya bienes, sino opiniones, juicios y prejuicios, contenidos de conciencia de todo género” (Enzensberger, 1985)
[3] Los buenos y sostenidos niveles de audiencia que registran los informativos, tanto radiales como televisivos, manteniéndose por debajo, pero cerca, de los típicos productos de la industria del entretenimiento, parecen sugerir que la necesidad de estar informado por parte del público compite fuertemente con la necesidad de “diversión” o esparcimiento.
[4] Conviene una y otra vez repasar el rigor y la sutileza con la que Francis Bacon caracterizó en su Novum Organum a todas aquellas pre-nociones intervinientes en el proceso cognoscitivo a las que denominó “ídolos”.
[5] Consúltese a la obra de Bachelard por el concepto “vigilancia epistemológica”.
[6] Resulta evidente, por una simple razón cuantitativa y no necesariamente por intereses espurios, que la mayor parte de la información disponible no ha sido, no es y no será transmitida al público. Incluso, la mayor parte de ella tiene interés sólo para un reducido número de personas.
[7] Véase por ejemplo en Humberto Eco: “¿El público perjudica a la televisión?”, en Sociología de la comunicación de masas, vol. II, M. de Moragas comp., Ed. G. Gili, Mexico, 1993
[8] Téngase en cuenta que los mismos “modelos” mediadores (para seguir con la terminología de Eco) que “filtran” el mensaje proveniente de los medios, también, presumo, filtrarán otro tipo de mensajes como los que provienen de las agencias educativas y socializadoras en un sentido amplio. El “modelo mediador” resulta ser, entonces, un elemento de difícil caracterización, al que habría que agregarle, además, la acción de elementos pulsionales e incluso atávicos de muy difícil detección. Vale decir: el “proceso de filtrado” debe ser materia de pricipalísima atención por parte de la propia comunidad.
[9] “El análisis de las imágenes difundidas por la televisión y del tiempo transcurrido en la inmovilidad frente al receptor debe completarse con el estudio de lo que el consumidor cultural ‘fabrica’ durante esas horas y con estas imágenes” (de Certeau, 2000)
[10] “En menos de cien años fueron inventados, y democratizados, el teléfono, la radio, la prensa para el público en general, el cine, la televisión, el ordenador, las redes, lo que modificó definitivamente las condiciones de los intercambios y las relaciones, redujo las distancias y permitió concretar la ansiada aldea global. La palabra escrita, el sonido, la imagen y los datos hoy están omnipresentes y dan la vuelta al mundo en menos de un segundo. Todos, o casi todos, vemos y sabemos todo acerca del mundo. Ello constituye una ruptura considerable en la historia de la humanidad, cuyas consecuencias aún no hemos llegado a calibrar” D. Wolton, (Wolton, 2006), desde el primer mundo esquina la opulenta ribera izquierda del Sena.
¿Qué hacen los filósofos cuando mueren sus Dioses?
Notas irreverentes[1]
Jorge Rasner
Universidad de la República
Sabemos sí qué hacen cuando los Dioses derrochan vigor y ellos (los filósofos) ofician en la tierra, imbuidos de alguna cualidad especial: metodológica, intuitiva o quién sabe qué, frecuentemente trascendental y casi siempre rodeada de complicadas iniciaciones esotéricas.
Ejemplo: Platón, luego de su lance con Protágoras y su final en tablas, mira (nos mira, no lo olviden) a los encadenados de la caverna con cierta condescendencia. Parado desde el lado de la luz, supongo que de espaldas a ella, reacio –¿tal vez imposibilitado?- a dar claves y mucho menos señales eficaces que balicen el camino de salida. Es que en el Paraíso no hay vacantes para todos, Él lo sabe. Apenas sugiere un modelo –muestra pobre, avara quizá- de lo que sería la real Realidad si tan solo los humanos pudieran romper las cadenas que los atan a sus paredes. Vean, dice, la invencible, invariable y eterna (porque persistirá cuando explote nuestro Sol y se acaben todos los triángulos y todas las circunferencias y todos los hoplitas) relación entre los catetos y su hipotenusa, la del radio con su circunferencia, o la simple suma 7+5=12 así se trate de árboles, hoplitas o bárbaros. Para empezar a discutir, y como muestra de que al fin y al cabo las apariencias también existen, al igual que los simulacros de realidades y las verdades tanto a medias como a medida, no está nada mal.
La muerte, acaso por obsoleto, acaso por incomprendido, del Dios de Platón hace de la Academia platónica, al cabo de un par de generaciones, un nido de gentes sin dioses, escépticos feroces, parricidas confesos, creyentes desengañados, que es la peor especie de creyentes.
¿Mero efecto pendular o la suspensión del juicio a la espera de que resuciten nuevos Dioses?
Hegel probablemente padece la misma pena o decepción cuando expresa, compungido, que por lo poco que el espíritu necesita para contentarse se puede medir la extensión de lo perdido. Y aún sin saber a ciencia cierta qué es lo perdido, poco nos cuesta imaginarlo.
Aun cuidándonos de aventurar profecías, es no obstante posible manejar una conjetura: acaso Dios ya no habrá de resucitar. El largo proceso iniciado por la sociedad y la cultura occidentales durante la Modernidad finalmente acabó con algunos dioses y puso en entredicho a otros, incluso aquellos que habían travestido en formatos terrenales, como ser la Economía de Mercado, con su piloto automático incluido; el Partido; la Vanguardia Revolucionaria; la Raza; el Destino Manifiesto, Etcétera. (nunca olvidar las mayúsculas). Al cabo de cuatro tormentosas centurias presenciamos un triunfo que podría catalogarse de pírrico.
La conjetura no resulta descabellada e incluso viene de antiguo: aun antes de que la llamada posmodernidad descollara a partir de ciertos desplantes irreverentes y no pocos alardes que siempre tienen su público, algunos –Nietzsche, desde luego, un abonado permanente a este tipo de contenciosos- no cesaron de manifestar su asombro ante la soberbia de quienes alegaban ser poseedores de la Verdad o la Sabiduría (ídem anterior) en virtud de cierta vinculación especial con la razón, o en su defecto con la intuición, o para llevar la contra con la experiencia. Relación por otra parte nunca satisfactoriamente fundamentada, más que a través de presuntas evidencias de limitado alcance y equívoca aceptación.[2]
Quizá fue éste –aunque tenaz y largamente ignorado- el primer golpe premonitorio para la filosofía y sus aspiraciones. Se resistieron a recordar que la sustancia de la que están hechos no es puro cogito, sino también –glándula pineal mediante- carne y hueso. Esta fatal desatención hizo prosperar lo inevitable y llegará un segundo golpe aún más dramático: paulatinamente los saberes que gramáticos y lógicos, moralistas y metafísicos, místicos y naturalistas fueron acumulando dentro del ámbito de esa entidad de límites borrosos que llegó a ser “la filosofía”, comenzarán a desgajarse y reclamarán independencia de juicio y criterio. Su emancipación no será sólo de la filosofía sino frecuentemente contra la filosofía. Es decir, contra aquellas pautas (con frecuencia algún tipo de certeza inmediata que les es soplada al oído y en voz baja) que los filósofos tradicionalmente utilizaron para fundamentar y debatir sobre el lugar exacto en el se encuentran los puntos arquemideanos desde los que se mueve el mundo.
En cambio, la pretensión epistemológica de estas nuevas disciplinas, nacidas en el seno del saber filosófico, apelará desde el momento mismo de su emancipación a criterios que la Modernidad reclama como imprescindibles: lo público, el señalamiento ostensivo de un suceso, la búsqueda rigurosa de la especie y no del individuo, la generalización a partir de la inferencia inductiva, la rigurosa matematización de todo aquello que se preste, y lo que no se presta tanto peor. Vale decir, mostrar para que algo sea de-mostrable.
Res non verba fue no sólo un lema sino un grito de guerra que adornó muchos escudos de sociedades científicas que aspiraron a un acceso democrático[3] a un saber que se impone por el argumento de lo que está ahí (sea lo que sea lo que se supone que está), o mejor: lo que el colectivo entiende por ser o estar ahí como prueba o nexo causal.
Luego, que hechos y no palabras haya devenido efectivamente un programa o apenas una declaración de principios que naufragó a medio camino entre la realidad y el deseo, es un problema que no habrá de ser considerado aquí.
Este amotinamiento y posterior fuga de saberes que tradicionalmente tuvieron su ámbito en el seno de la filosofía fue una advertencia muy seria porque desde entonces muchos se preguntaron para qué se necesita. Qué lugar habrá de ocupar y cuál el que habría que darle de aquí en más teniendo en cuenta sus pretensiones, tanto en el seno de la Nueva Academia como, last but not least, en las reñidas distribuciones presupuestales. El mero hecho de plantear este interrogante indica que a la filosofía le ha llegado su peor hora cuando es incapaz de ocultar las enormes las dificultades que tiene para señalar, al cabo de 2500 años de vaivenes y trajines, cuáles son o cuáles deberían ser sus cometidos específicos, condición imprescindible en tierra de especialistas.
Sin ánimos de intentar siquiera clamar por el retorno de los Dioses, plantear refundaciones, sugerir rumbos o trazar hojas de ruta, en lo que sigue propondré sin orden y de manera arbitraria y no exhaustiva cometidos que o bien se le reclama a la filosofía, o bien entienden los filósofos que le son propios e intransferibles.
Debo finalmente aclarar que de la exposición de estas formas de hacer o entender la filosofía no se aguarda otro resultado que pensar y pensarse desde ella, al desamparo de Dioses:
1) Algunos científicos, con frecuencia quienes trabajan en las fronteras de sus disciplinas, reclaman que la filosofía les proporcione cierta dosis de locura o cuando menos heterodoxia en forma de conjeturas audaces y fantasías desafiantes del statu quo. ¿Por qué a la filosofía y no la ciencia ficción o a los poetas o a cualquier otro hijo de vecino más o menos inspirado? Tal vez porque le es reconocida (o atribuida) una tradición de pensamiento que la sitúa en esa zona intermedia entre la charlatanería y cierto despliegue de rigor, mínimo exigido para la construcción de la gran ciencia. Curioso espacio le es reservado: el lugar –quizá no del todo improbable ni paradójico, aunque lo parezca- del sueño razonable y la especulación atinada.
2) Menos glamorosa que la anterior y decididamente su contracara: la filosofía transformada en ancilla scientiae. Invierte su papel tradicional para devenir dispositivo de control epistemológico[4], policía de cierta concepción de (lo que algunos entienden debe ser) la pureza metodológica. No obstante, a no pocos sedujo este papel y varias décadas de feroces y estériles disputas insumió saldar qué se entiende por pureza metodológica sin que se arribara a ningún resultado.
3) Se constituye en meticulosa y tenaz comentadora del último comentario que efectuó aquel analista sobre otro analista que comentaba al personaje filosófico de moda, con frecuencia proveniente del primer mundo, que ha puesto en vilo a toda una generación con algún concepto trepidante que se repite como en una sala de espejos. Cierra el círculo y reposa sobre sí misma.
4) Quizá como consecuencia de lo anterior, aunque no necesariamente: abdica de toda pretensión fuertemente crítica y se institucionaliza como pensamiento débil. Si de ella dependiera jamás una teoría amenazará a un hecho consumado[5] porque, entre otras cosas, no se dispone ya de puntos arquimedeanos desde los cuales amenazar nada y quizá incluso se comprometan las recompensas académicas. De cualquier manera, desde la muerte de Dios es tan fácil justificar la pertinencia y razonabilidad de esta elección como difícil de objetar o refutar. Su lógica rechaza cualquier compromiso ontológico. Algo similar a lo que sucede como el solipsismo pero un tono más abajo.
5) Debido a que el significado de muchos de los juicios, circunloquios, metáforas, metonimias y furibundas aseveraciones de algunos ensayos filosóficos no es comprendido por la gran mayoría de la gente, incluidos muchísimos filósofos, se les concede razonablemente y en forma ad-hoc una superior sabiduría. En algunas ocasiones estos juicios serán objeto de crítica, pero por lo general se intentará descubrir en ellos significados ocultos que lo son porque, desde luego, no van destinados a grandes mayorías y se erigirá a su alrededor algún tipo de culto. Tal es la mística que convoca lo esotérico.[6]
6) Pensar y actuar desde la filosofía, y junto a personas provenientes de otras áreas, disciplinas y contextos, acerca de y sobre problemas específicos que circulan por la polis. No necesariamente por adherir a la tesis XI de Marx fustigando a Feuerbach, sino porque, más modestamente, se ha comprendido que desde el gabinete no se ensucian las manos pero tampoco el alma, y eso a algunos les provoca cierto escozor.
7) Vinculado a lo anterior, pero no necesariamente: la producción del filósofo es, fundamentalmente, incitar e incitarse a la duda radical a través del ejercicio de la reflexividad. Contra el orden de las cosas naturalizado, pero también hacia y desde el propio individuo –su lugar en el esquema de posiciones que determina un campo[7]- que reflexiona sobre esa y otras naturalizaciones que se pretenden ingenuamente “dadas”. Reflexiones que, como mucho, serán de segundo o tercer grado -so pena de regreso infinito- y por ello siempre con un dejo de que me están faltando cien gramos para el quilo. Ejercicio que no es exclusivo del filósofo y casi se puede hablar de moda, ya que la reflexividad se ha convertido en imperativo de muchos campos disciplinares desde que, precisamente, la muerte de Dios y el consecuente desamparo ha acabado con las certezas, todas ellas, tanto las políticas como las deportivas, cinematográficas (ya raramente ganan los buenos) o epistemológicas, que el sujeto occidental portaba como estandarte desde la Ilustración.[8]
8) Finalmente, un capítulo aparte para los que procuran reflexionar acerca de lo que significa e implica reflexionar filosóficamente desde la periferia del mundo, al desamparo no ya de dioses sino incluso de bibliotecas actualizadas y presupuestos siquiera dignos. ¿Estarán en sus cabales? Vaya de todas formas y a manera de ejemplo: ¿Por qué Deleuze y no Mariátegui, por qué Sartre y no Sambarino en los programas de las asignaturas y en las conversaciones de pasillo[9]? ¿Obedece acaso a una decisión académicamente fundada o a una inercia (pos)colonial?
Las ocho líneas trazadas más arriba son sólo eso: líneas. Desde luego faltan otras y desde luego en la práctica se presentan imbricadas entre sí o fluctúan al vaivén de modas y autores que van de su cenit a su ocaso.
Las ocho interpelan, aunque sigan faltando respuestas para la pregunta qué hacen los filósofos cuando se les van muriendo los Dioses y –por lo menos para este rincón del planeta- ni siquiera cuentan con una decente bibliografía.
Confieso que me hubiese gustado concluir el presente trabajo con, al menos, un he aquí la respuesta, pero al presente no dispongo de ninguna, y ni siquiera puedo usar como excusa el tan frecuente me falta tiempo o espacio.
Por lo pronto deseo apelar desde este trabajo, que más que una ponencia se parece a un inventario de calamidades, a una reflexión colectiva sobre nosotros en el tiempo presente.
[1]Versión corregida de la ponencia originalmente presentada en el Coloquio “Crisis-Critica-Espacio, la filosofía en el contexto actual” , Fac. de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. Montevideo, octubre de 2006
[2] Pero también Max Weber y otros tantos que anunciaron el inexorable “desencantamiento” del mundo.
[3] Cuando menciono acceso democrático al saber, aludo a lo que el hombre blanco –adulto, necesariamente propietario o en ejercicio de profesión liberal, lo que se dice un gentleman- en los albores de la Modernidad entendía por tal, no a conceptos abstractos de democracia.
[4] Foucault
[5] Agradezco a Marvin Harris la idea, la paráfrasis es responsabilidad del autor del presente trabajo.
[6] Agradezco a John K. Galbraith, la paráfrasis es responsabilidad del autor.
[7] Véase Bourdieu.
[8] Piénsese en Bacon y Moro, pasando por Condorcet y finalizando por ciertas vulgarizaciones del marxismo-leninismo.
[9] Deleuze y Mariátegui podrían haber sido Foucault y Vaz Ferreira, Carnap y Smabarino, etcétera .