“Los medios masivos de comunicación en la (así llamada) Sociedad de la Información”
Jorge Rasner
Universidad de la República
"No se trata entonces de levantarse contra las instituciones sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prevalencias o prepotencias en cada lugar donde éstas se instalan y se recrean"
Jorge Rasner
Universidad de la República
"No se trata entonces de levantarse contra las instituciones sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prevalencias o prepotencias en cada lugar donde éstas se instalan y se recrean"
J Derrida
“En realidad, gran parte de la denominada nueva cultura no es más que mecánica”, filosofaba Herder a contrapelo de las promesas del Siglo de las Luces y generando de paso fundadas sospechas en torno al presunto disfraz “ilustracionista” con el que se pretendía encubrir un mero ensamble de tuercas, tornillos, engranajes y chorros de vapor al interior de las factorías. Quizá algo similar esté ocurriendo en la actualidad con el deslumbramiento que produce la así llamada Sociedad de la Información, y no está de más preguntarse si en definitiva ese concepto igualmente promisorio no oculta un puñado de chips y transistores producidos a muy bajo costo que poco tendrían que ver con un tránsito informativo que mereciera tal nombre.
El propio concepto de información se emplea para designar situaciones y vínculos muy diversos, por lo cual se torna necesario comenzar por clarificar usos y significados del mismo. El presente trabajo tiene como propósito específico el análisis de la relación entre la profusión de mensajes transmitidos desde los medios masivos de comunicación y su impacto en el tejido social, a efectos de evaluar si ese monto de información inabarcable para seres humanos de carne y hueso –cualquiera sea la unidad de tiempo que se tome-, desparejo y de dudosa procedencia y calificación en muchos casos, constituye un elemento que es capaz de contribuir a generar algo que con propiedad podamos denominar Sociedad de la Información.
Es notorio que el acceso a los medios de comunicación no resulta hoy un gran problema, al menos para aquella porción de la humanidad que ha conseguido superar el mero nivel de supervivencia. Ahora bien, la relativa facilidad –y velocidad- para acceder a la densa red de flujos informativos proveniente de los medios masivos de comunicación en el mercado global representa una precondición necesaria, acaso, para pretender un cierto nivel de integración a la sociedad de la información, pero de ningún modo suficiente, si por adecuada integración entendemos a un receptor que organiza y procesa activamente ese flujo de mensajes -caracteres e imágenes heterogéneos y variopintos- en información coherente y significativa.
Pero, ¿qué implica ser un activo organizador? ¿Cómo se organiza, qué se organiza y para qué? ¿Puede acaso estipularse cosa semejante? Es en parte por estas razones que debemos movernos con cautela antes de efectuar un uso superficial del concepto “sociedad de la información”. Porque, desde luego, no basta con estar conectado a un aparato en tiempo real para estar informado, si por tal entendemos –al menos de manera preliminar- el más amplio, irrestricto y plural acceso tanto a las redes por las que discurre la información como a sus contenidos[1]. Pero incluso este tipo de acceso –aun de existir efectivamente la más amplia, plural e irrestricta oferta de información circulando por los canales de comunicación- no es algo que venga dado de por sí u ocurra espontáneamente y bastara apenas con estirar la mano para mover el dial o encender un aparato receptor.
Si por información hacemos referencia a datos que han sido organizados en vista a su comunicación por algún medio, va de suyo que toda información necesariamente es procesada por un emisor. Esto es, pasa por un proceso de recolección, selección y organización en vista a un propósito y de acuerdo a ciertos criterios. Se torna manifiesto, entonces, cómo a partir de cualquier proceso que implique comunicar una información –incluso a través de una simple charla interpersonal sobre acontecimientos cotidianos- se traslada a otros un constructo, sin proporcionar al mismo tiempo las claves de su construcción; esto es, no se hace explícito el interés que la motiva, los fines que se persiguen, ciertos sobreentendidos que pueden no resultar tales, etc. Desde luego, compartir códigos similares facilita la tarea, pero de ningún modo la hace transparente.
Sin lugar a dudas, este problema se agiganta y toma visos inquietantes si nos referimos a medios masivos de comunicación, ya que por su alcance, penetración, ubicuidad y poder legitimador inducen de inmediato la sospecha -genuina y lamentablemente fundada- de que, más allá de lo declarativo, se trata de una verdadera cadena de montaje de productos simbólicos para consumo masivo, puesto que desde muy pocos centros geográfica y fuertemente centralizados de recolección, selección y organización de datos se difunde información estandarizada a un público disperso, multitudinario e indiferenciado sobre el que necesariamente se debe actuar considerando un público “tipo”, que no será más que un mínimo común denominador capaz de decodificar un único y solamente un mensaje para todos [2].
Ahora bien, una vez instalada la preocupación en torno a la inevitable manufacturación del producto comunicable por parte de los medios masivos de comunicación, manufacturación vinculada a intereses comerciales y también políticos, debemos preguntarnos si es posible esperar que les quepa a estos medios algún papel en la construcción de una sociedad de la información, si por tal entendemos la pretensión de que el mayor número posible pueda integrarse, participar y generar oportunidades para sí y la comunidad que integra a partir del uso y beneficio que pueda extraerse de ese más fácil acceso al flujo y disponibilidad de información circulante.
Estimo que esta cuestión se torna de urgente elucidación por cuanto los medios se han vuelto omnipresentes en nuestra sociedad y, cada vez con mayor intensidad, representan el vínculo privilegiado de acceso a la información por parte de un gran público ensimismado, atomizado y disperso, pero no por ello menos necesitado de referencias a la hora de formarse una imagen del mundo, desde aquellas triviales, como salir o no a la calle con paraguas, hasta tomarle el pulso a tal o cual candidato[3]; y reclamará que esa imagen del mundo sea lo más fidedigna posible.
Si, como se ha dicho, partimos de la base de que toda información debe ser recolectada y organizada previo a su comunicación, que esa recolección y organización obedece a criterios y pautas previas –conscientes o no-, entonces ninguna comunicación podrá reflejar y re-presentar de manera objetiva la “realidad”, provenga de donde provenga, si por reflexión objetiva pretendemos denotar una percepción depurada de toda pre-noción y pre-juicios de cualquier especie que nos permitiría contemplar el “dato” o la “cosa en sí” en estado de pureza. Indudablemente percibir implica una jerarquización de aquello que es posible recortar de un fondo abigarrado y frecuentemente confuso, y una posterior organización de lo fenoménico que continuará replicándose a lo largo del proceso de transmisión y recepción. Esto es: la propia realidad –ésa que con frecuencia nos parece “dada naturalmente” y de buenas a primeras- es producto de una construcción de la cual somos protagonistas y principales involucrados, aunque sólo parcialmente conscientes de los múltiples factores –pulsionales, culturales, medioambientales, psicológicos, físicos, genéticos- que intervienen en ese proceso constructivo.[4]
Podemos convenir entonces que cuando se expresa la voluntad de proporcionar una información “objetiva” de la “realidad”, lo que en verdad estamos haciendo es tomar conciencia de la relatividad de nuestra mirada y del proceso cognitivo que le es inherente; y que al comunicarla trasladamos un punto de vista –el nuestro-, sobre cierto aspecto de lo que es la “realidad” para nosotros, conscientes de que lo es para nosotros y conscientes, por tanto, de su fragilidad. La objetividad será más una toma de conciencia del lugar desde el cual se opina que la vana pretensión de un reflejo exacto de esa realidad. Esta toma de conciencia remite a una necesaria y permanente vigilancia epistemológica[5] de nuestro punto de vista que busca –y estimo que consigue- zafar de la falsa oposición entre “realistas” o “materialistas” frente a aquellos que prefieren las encerronas relativistas o cierto moderado solipsismo desde la comodidad del “todo vale”, puesto que, en el mejor de los casos, ser conscientes de nuestras limitaciones nos dará la posibilidad de tomar distancia crítica y, eventualmente, romper con moldes perimidos, poco apropiados, etc.
No debemos entonces, y sin perjuicio de evaluar permanentemente y hacernos cargo de las características predominantemente comerciales y con fines de lucro que les son propias a los medios en la actualidad, cargar todas las tintas sobre la frivolidad o la manipulación informativa de los medios, ya que, aún cuando honestamente pretendieran reflejar la realidad o proporcionar información ciento por ciento fidedigna, no conseguirían más que proporcionar un punto de vista, un sesgo, una doxa. La cuestión entonces cambia de eje, puesto que lo que sí habrá de exigírseles no es una imposible objetividad o incluso imparcialidad, sino que se sea consciente de que toda información transmite puntos de vista, tratando de dejar especificado, en lo posible, el lugar desde donde se cree que se mira y se juzga (que no coincide necesariamente con el lugar desde el que se mira y juzga). Es por ello que ante la pregunta: ¿información desde dónde y para qué?, se impone la exigencia de tanto un análisis como de un autoanálisis que ponga de manifiesto el lugar (simbólico, desde luego) desde el cual se organiza la información.
Esta exigencia puede sonar a ingenuidad, a pretensión que parece ignorar el tremendo poder que detentan los medios, su capacidad para evadir todo tipo de control. Ese poder hace clamar de inmediato por regulaciones para prevenir abusos y mitigar atropellos, privilegiar el interés colectivo sobre el corporativo, propender al bien común en detrimento del lucro o la utilidad, tanto en lo que refiere al uso de las redes como al tenor de los contenidos, limitando o sancionando la “telebasura”, procurando asegurar el acceso universal y básico a toda la información sin vulnerar derechos previamente adquiridos ni la privacidad de nadie. Pero, ¿qué es, y para quién, “telebasura”? ¿qué es toda la información? ¿Quién podría manejarla, en caso de que le interese hacerlo?[6]
Sin pretender introducir consideraciones o discusiones del orden de la jurisprudencia, ni negar, tampoco, el valor que las regulaciones tienen a efectos de posibilitar la convivencia ciudadana, sospecho que ninguna norma está en condiciones de establecer cuáles son los alcances y los límites de la libertad de información. Esto es, qué debe ser informado y qué no, qué se entiende por interesante y para quién, qué por reservado, qué por estratégico, qué por privado, qué por inviolable, qué por oportunidad para el desarrollo. No creo que siquiera haya acuerdo en torno a qué se entiende por desarrollo o bienestar o cultura o basura. Presumo que ninguna disposición jurídica puede dar satisfacción a estas cuestiones, entre otras cosas porque se trata de una materia sustancialmente política y las decisiones que se tomen estarán subordinadas a la correlación de fuerzas y a la dinámica que el propio colectivo debe darse en función de los intereses que primen en la coyuntura.
De allí que quizá se deba reparar en el vínculo comunicacional como un todo relacional, y que el énfasis no recaiga exclusivamente sobre el poder del emisor de transmitir información significativa o basura narcotizante como algo unilateralmente ejercido –y aun perpetrado- por los medios masivos sobre la audiencia. Resultará conveniente visualizar esta relación como un ida y vuelta permanente a través de la cual el receptor juega un papel de no poca relevancia (al menos en el decisivo y democrático instante de pulsar el botón del control remoto y decidir raitings). Sin dudas el abordaje relacional redundará en una complejización del fenómeno, pero nos evitará simplificaciones en las que “Grandes Hermanos” sojuzgan impunemente a través de sus imágenes omnipresentes a “crédulos rebaños” (cual vulgar western con distintos malos), y en cualquier caso creo que se estará más próximo a la forma en la que efectivamente ocurren los procesos de interacción comunicativa de masas.
En efecto, desde el otro extremo del vínculo tenemos a un protagonista casi olvidado en las discusiones precedentes: el receptor, en tanto ciudadano que ingiere, y al ingerir procesa y metaboliza el flujo informativo, y al que por largo tiempo se le consideró –y hasta cierto punto se le sigue considerando por algunos analistas- mera víctima pasiva de los arrestos del poder mediático, al que Huxley denominó el “envenenamiento de rebaño”.
En 1974 Eco advertía sobre este fenómeno señalando con claridad el cambio de eje registrado en los análisis sobre la comunicación de masas ante la percepción del potencial de procesamiento de los mensajes por parte de la audiencia. Incluso el corazón de la argumentación de Eco se fundamenta en el hecho de que si efectivamente la televisión hubiese ejercido su tan mentado y célebre poder “idiotizador” sobre la primera generación de televidentes masivos, jamás hubiera existido un mayo del 68 [7].
En este sentido, la tan mentada sociedad de la información no habrá de construirse sólo por el concurso y por la buena, mala o aún peor oferta informativa o cultural de los medios masivos; tampoco por la mera disponibilidad tecnológica que permite un amplio y veloz acceso a esa enorme cantidad de información que se ofrece por múltiples medios, sino, fundamentalmente, por el uso que el “público” haga de ese accesibilidad, y a la calidad de ese uso, que sigue dependiendo en buena medida de agencias socializadoras[8] que sin duda mantienen aún su vigencia (hasta cuándo y de qué manera merecería un tratamiento extensivo que no cabe en este trabajo) pese a los cambios sustanciales y a los desplazamientos culturales que supuso la consolidación y penetración del poder mediático y su innegable poder de influenciar sobre el comportamiento del gran público; incrementado aún más como consecuencia del imparable proceso de concentración monopólico de la propiedad de los medios masivos de comunicación.
Fue nuevamente Eco, entre otros (también, por ejemplo, Michel de Certeau[9]), quien advirtió sobre el papel acaso mínimo, pero a la postre decisivo por su propia masividad, del espectador como “significador” y recodificador de la andanada de mensajes de la que es objeto:
“Habitualmente, los políticos, los educadores, los científicos de la comunicación creen que para controlar el poder de los mass-media es preciso controlar dos momentos de la cadena de la comunicación: la fuente y el canal. De esta forma se cree poder controlar el mensaje; por el contrario, así sólo se controla el mensaje como forma vacía que, en su destinación, cada cual llenará con los significados que le sean sugeridos por la propia situación antropológica, por su propio modelo cultural. La solución estratégica puede resumirse en la frase: «Hay que ocupar el sillón del presidente de la RAI», o bien: «Hay que apoderarse del sillón del ministro de Información», o: «Es preciso ocupar el sillón del director del Corriere.» No niego que este planteamiento estratégico pueda dar excelentes resultados a quien se proponga el éxito político y económico, pero me temo que ofrezca resultados muy magros a quien espere devolver a los seres humanos una cierta libertad frente al fenómeno total de la comunicación. Por esta razón, habrá que aplicar en el futuro a la estrategia una solución de guerrilla. Es preciso ocupar, en cualquier lugar del mundo, la primera silla ante cada aparato de televisión (y, naturalmente, la silla del líder de grupo ante cada pantalla cinematográfica, cada transistor, cada página de periódico). Si se prefiere una formulación menos paradójica, diré: La batalla por la supervivencia del hombre como ser responsable en la Era de la Comunicación no se gana en el lugar de donde parte la comunicación sino en el lugar a donde llega. Si he hablado de guerrilla es porque nos espera un destino paradójico y difícil, a nosotros, estudiosos y técnicos de la comunicación: precisamente en el momento en que los sistemas de comunicación prevén una sola fuente industrializada y un solo mensaje, que llegaría a una audiencia dispersa por todo el mundo, nosotros deberemos ser capaces de imaginar unos sistemas de comunicación complementarios que nos permitan llegar a cada grupo humano en particular, a cada miembro en particular, de la audiencia universal, para discutir el mensaje en su punto de llegada, a la luz de los códigos de llegada, confrontándolos con los códigos de partida.” (Eco, 2007)
Pido por cierto disculpas por lo extenso de la cita, pero creo que es decisivo considerar muy seriamente esta “resolución de guerrilla” propuesta por Eco si verdaderamente aspiramos a transformar la exposición al exceso de información –banal o no- en un proceso de construcción de información ponderada que contribuya a emancipar individuos, y de paso, last but not least, contribuir a desenmascarar las denominaciones nada inocentes que persiguen un fin claramente ideológico al tomar por “sociedad de la información” un mero batiburrillo discepoliano o una suerte de happy end hollywoodense[10], y apuntar en cambio a construir una sociedad donde la transmisión y recepción de la información se evalúe reparando menos en la cantidad de aparatos de radio y TV por familia relevada, en laptops per capita o usuarios de Internet por franja etaria, y más en cómo se califica el mensaje y en la batería de instrumentos que las agencias socializadoras están en condiciones de proporcionar al ciudadano para ello.
Referencias bibliográficas
- de Certeau, M. (2000) : La invención de lo cotidiano, Universidad Iberoamericana, Mexico (p. orig.1990).
- Eco, U. (2007): Para una guerrilla semiológica, en www.geocites.com.ar/nomfalso (10/07/2007)
- Enzensberger, H. M. (1985): La manipulación industrial de las conciencias, en Detalles, Anagrama, Barcelona (p. orig.1962)
- Wolton, D. (2006): Salvemos la comunicación, Gedisa, Barcelona (p. orig.2005)
[1] Noam Chomsky insiste fuertemente sobre el papel que el control y la concentración de los medios de comunicación juegan en una sociedad del tipo democrática-liberal: la fabricación de consensos a través una perspectiva –cuando menos- intencionada, que se difunde de manera más o menos orquestada por los que promueven cierta “organización” del mundo a través de la noticia. Véase por ejemplo del citado autor: El control de los medios de comunicación, en http://tijuana-artes.blogspot.com
[2] “La radiodifusión ya no tiene ni un solo punto de comparación posible con una fábrica de cerillas. Sus productos son totalmente inmateriales. Lo que fabrica y distribuye no son ya bienes, sino opiniones, juicios y prejuicios, contenidos de conciencia de todo género” (Enzensberger, 1985)
[3] Los buenos y sostenidos niveles de audiencia que registran los informativos, tanto radiales como televisivos, manteniéndose por debajo, pero cerca, de los típicos productos de la industria del entretenimiento, parecen sugerir que la necesidad de estar informado por parte del público compite fuertemente con la necesidad de “diversión” o esparcimiento.
[4] Conviene una y otra vez repasar el rigor y la sutileza con la que Francis Bacon caracterizó en su Novum Organum a todas aquellas pre-nociones intervinientes en el proceso cognoscitivo a las que denominó “ídolos”.
[5] Consúltese a la obra de Bachelard por el concepto “vigilancia epistemológica”.
[6] Resulta evidente, por una simple razón cuantitativa y no necesariamente por intereses espurios, que la mayor parte de la información disponible no ha sido, no es y no será transmitida al público. Incluso, la mayor parte de ella tiene interés sólo para un reducido número de personas.
[7] Véase por ejemplo en Humberto Eco: “¿El público perjudica a la televisión?”, en Sociología de la comunicación de masas, vol. II, M. de Moragas comp., Ed. G. Gili, Mexico, 1993
[8] Téngase en cuenta que los mismos “modelos” mediadores (para seguir con la terminología de Eco) que “filtran” el mensaje proveniente de los medios, también, presumo, filtrarán otro tipo de mensajes como los que provienen de las agencias educativas y socializadoras en un sentido amplio. El “modelo mediador” resulta ser, entonces, un elemento de difícil caracterización, al que habría que agregarle, además, la acción de elementos pulsionales e incluso atávicos de muy difícil detección. Vale decir: el “proceso de filtrado” debe ser materia de pricipalísima atención por parte de la propia comunidad.
[9] “El análisis de las imágenes difundidas por la televisión y del tiempo transcurrido en la inmovilidad frente al receptor debe completarse con el estudio de lo que el consumidor cultural ‘fabrica’ durante esas horas y con estas imágenes” (de Certeau, 2000)
[10] “En menos de cien años fueron inventados, y democratizados, el teléfono, la radio, la prensa para el público en general, el cine, la televisión, el ordenador, las redes, lo que modificó definitivamente las condiciones de los intercambios y las relaciones, redujo las distancias y permitió concretar la ansiada aldea global. La palabra escrita, el sonido, la imagen y los datos hoy están omnipresentes y dan la vuelta al mundo en menos de un segundo. Todos, o casi todos, vemos y sabemos todo acerca del mundo. Ello constituye una ruptura considerable en la historia de la humanidad, cuyas consecuencias aún no hemos llegado a calibrar” D. Wolton, (Wolton, 2006), desde el primer mundo esquina la opulenta ribera izquierda del Sena.
1 comentario:
Hola Jorge,
Un post muy interesante. Supe de su blog durante la presentación que realizó en Esocite, pues llamó mi atención su postura crítica frente a la idea de la "sociedad del conocimiento".
Si bien es interesante la idea de Eco respecto a una "resolución de guerrilla", me pregunto hasta qué punto un término como este genera desconfianza y recelo en nuestros países (escribo desde Colombia), que en los últimos años han sufrido las consecuencias de la existencia de las mismas. Por supuesto, entiendo la intención de la expresión, pero no puedo evitar pensar que, como usted indica, los términos que usamos para comunicar nuestras ideas chocan con los imaginarios de los eventuales receptores/lectores.
Ahora, sería muy interesante para mí escuchar un poco más sobre acciones concretas que pudieran ayudar a propiciar ese proceso de construcción de información ponderada que usted menciona, pues concuerdo en que allí está el fondo del asunto. Algo como eso significa una verdadera transformación de la sociedad pero, cómo hacerlo?
Qué bueno que decida poner estas cosas en la red.
Hasta pronto,
Diego
Publicar un comentario