¿Qué hacen los filósofos cuando mueren sus Dioses?
Notas irreverentes[1]
Jorge Rasner
Universidad de la República
Sabemos sí qué hacen cuando los Dioses derrochan vigor y ellos (los filósofos) ofician en la tierra, imbuidos de alguna cualidad especial: metodológica, intuitiva o quién sabe qué, frecuentemente trascendental y casi siempre rodeada de complicadas iniciaciones esotéricas.
Ejemplo: Platón, luego de su lance con Protágoras y su final en tablas, mira (nos mira, no lo olviden) a los encadenados de la caverna con cierta condescendencia. Parado desde el lado de la luz, supongo que de espaldas a ella, reacio –¿tal vez imposibilitado?- a dar claves y mucho menos señales eficaces que balicen el camino de salida. Es que en el Paraíso no hay vacantes para todos, Él lo sabe. Apenas sugiere un modelo –muestra pobre, avara quizá- de lo que sería la real Realidad si tan solo los humanos pudieran romper las cadenas que los atan a sus paredes. Vean, dice, la invencible, invariable y eterna (porque persistirá cuando explote nuestro Sol y se acaben todos los triángulos y todas las circunferencias y todos los hoplitas) relación entre los catetos y su hipotenusa, la del radio con su circunferencia, o la simple suma 7+5=12 así se trate de árboles, hoplitas o bárbaros. Para empezar a discutir, y como muestra de que al fin y al cabo las apariencias también existen, al igual que los simulacros de realidades y las verdades tanto a medias como a medida, no está nada mal.
La muerte, acaso por obsoleto, acaso por incomprendido, del Dios de Platón hace de la Academia platónica, al cabo de un par de generaciones, un nido de gentes sin dioses, escépticos feroces, parricidas confesos, creyentes desengañados, que es la peor especie de creyentes.
¿Mero efecto pendular o la suspensión del juicio a la espera de que resuciten nuevos Dioses?
Hegel probablemente padece la misma pena o decepción cuando expresa, compungido, que por lo poco que el espíritu necesita para contentarse se puede medir la extensión de lo perdido. Y aún sin saber a ciencia cierta qué es lo perdido, poco nos cuesta imaginarlo.
Aun cuidándonos de aventurar profecías, es no obstante posible manejar una conjetura: acaso Dios ya no habrá de resucitar. El largo proceso iniciado por la sociedad y la cultura occidentales durante la Modernidad finalmente acabó con algunos dioses y puso en entredicho a otros, incluso aquellos que habían travestido en formatos terrenales, como ser la Economía de Mercado, con su piloto automático incluido; el Partido; la Vanguardia Revolucionaria; la Raza; el Destino Manifiesto, Etcétera. (nunca olvidar las mayúsculas). Al cabo de cuatro tormentosas centurias presenciamos un triunfo que podría catalogarse de pírrico.
La conjetura no resulta descabellada e incluso viene de antiguo: aun antes de que la llamada posmodernidad descollara a partir de ciertos desplantes irreverentes y no pocos alardes que siempre tienen su público, algunos –Nietzsche, desde luego, un abonado permanente a este tipo de contenciosos- no cesaron de manifestar su asombro ante la soberbia de quienes alegaban ser poseedores de la Verdad o la Sabiduría (ídem anterior) en virtud de cierta vinculación especial con la razón, o en su defecto con la intuición, o para llevar la contra con la experiencia. Relación por otra parte nunca satisfactoriamente fundamentada, más que a través de presuntas evidencias de limitado alcance y equívoca aceptación.[2]
Quizá fue éste –aunque tenaz y largamente ignorado- el primer golpe premonitorio para la filosofía y sus aspiraciones. Se resistieron a recordar que la sustancia de la que están hechos no es puro cogito, sino también –glándula pineal mediante- carne y hueso. Esta fatal desatención hizo prosperar lo inevitable y llegará un segundo golpe aún más dramático: paulatinamente los saberes que gramáticos y lógicos, moralistas y metafísicos, místicos y naturalistas fueron acumulando dentro del ámbito de esa entidad de límites borrosos que llegó a ser “la filosofía”, comenzarán a desgajarse y reclamarán independencia de juicio y criterio. Su emancipación no será sólo de la filosofía sino frecuentemente contra la filosofía. Es decir, contra aquellas pautas (con frecuencia algún tipo de certeza inmediata que les es soplada al oído y en voz baja) que los filósofos tradicionalmente utilizaron para fundamentar y debatir sobre el lugar exacto en el se encuentran los puntos arquemideanos desde los que se mueve el mundo.
En cambio, la pretensión epistemológica de estas nuevas disciplinas, nacidas en el seno del saber filosófico, apelará desde el momento mismo de su emancipación a criterios que la Modernidad reclama como imprescindibles: lo público, el señalamiento ostensivo de un suceso, la búsqueda rigurosa de la especie y no del individuo, la generalización a partir de la inferencia inductiva, la rigurosa matematización de todo aquello que se preste, y lo que no se presta tanto peor. Vale decir, mostrar para que algo sea de-mostrable.
Res non verba fue no sólo un lema sino un grito de guerra que adornó muchos escudos de sociedades científicas que aspiraron a un acceso democrático[3] a un saber que se impone por el argumento de lo que está ahí (sea lo que sea lo que se supone que está), o mejor: lo que el colectivo entiende por ser o estar ahí como prueba o nexo causal.
Luego, que hechos y no palabras haya devenido efectivamente un programa o apenas una declaración de principios que naufragó a medio camino entre la realidad y el deseo, es un problema que no habrá de ser considerado aquí.
Este amotinamiento y posterior fuga de saberes que tradicionalmente tuvieron su ámbito en el seno de la filosofía fue una advertencia muy seria porque desde entonces muchos se preguntaron para qué se necesita. Qué lugar habrá de ocupar y cuál el que habría que darle de aquí en más teniendo en cuenta sus pretensiones, tanto en el seno de la Nueva Academia como, last but not least, en las reñidas distribuciones presupuestales. El mero hecho de plantear este interrogante indica que a la filosofía le ha llegado su peor hora cuando es incapaz de ocultar las enormes las dificultades que tiene para señalar, al cabo de 2500 años de vaivenes y trajines, cuáles son o cuáles deberían ser sus cometidos específicos, condición imprescindible en tierra de especialistas.
Sin ánimos de intentar siquiera clamar por el retorno de los Dioses, plantear refundaciones, sugerir rumbos o trazar hojas de ruta, en lo que sigue propondré sin orden y de manera arbitraria y no exhaustiva cometidos que o bien se le reclama a la filosofía, o bien entienden los filósofos que le son propios e intransferibles.
Debo finalmente aclarar que de la exposición de estas formas de hacer o entender la filosofía no se aguarda otro resultado que pensar y pensarse desde ella, al desamparo de Dioses:
1) Algunos científicos, con frecuencia quienes trabajan en las fronteras de sus disciplinas, reclaman que la filosofía les proporcione cierta dosis de locura o cuando menos heterodoxia en forma de conjeturas audaces y fantasías desafiantes del statu quo. ¿Por qué a la filosofía y no la ciencia ficción o a los poetas o a cualquier otro hijo de vecino más o menos inspirado? Tal vez porque le es reconocida (o atribuida) una tradición de pensamiento que la sitúa en esa zona intermedia entre la charlatanería y cierto despliegue de rigor, mínimo exigido para la construcción de la gran ciencia. Curioso espacio le es reservado: el lugar –quizá no del todo improbable ni paradójico, aunque lo parezca- del sueño razonable y la especulación atinada.
2) Menos glamorosa que la anterior y decididamente su contracara: la filosofía transformada en ancilla scientiae. Invierte su papel tradicional para devenir dispositivo de control epistemológico[4], policía de cierta concepción de (lo que algunos entienden debe ser) la pureza metodológica. No obstante, a no pocos sedujo este papel y varias décadas de feroces y estériles disputas insumió saldar qué se entiende por pureza metodológica sin que se arribara a ningún resultado.
3) Se constituye en meticulosa y tenaz comentadora del último comentario que efectuó aquel analista sobre otro analista que comentaba al personaje filosófico de moda, con frecuencia proveniente del primer mundo, que ha puesto en vilo a toda una generación con algún concepto trepidante que se repite como en una sala de espejos. Cierra el círculo y reposa sobre sí misma.
4) Quizá como consecuencia de lo anterior, aunque no necesariamente: abdica de toda pretensión fuertemente crítica y se institucionaliza como pensamiento débil. Si de ella dependiera jamás una teoría amenazará a un hecho consumado[5] porque, entre otras cosas, no se dispone ya de puntos arquimedeanos desde los cuales amenazar nada y quizá incluso se comprometan las recompensas académicas. De cualquier manera, desde la muerte de Dios es tan fácil justificar la pertinencia y razonabilidad de esta elección como difícil de objetar o refutar. Su lógica rechaza cualquier compromiso ontológico. Algo similar a lo que sucede como el solipsismo pero un tono más abajo.
5) Debido a que el significado de muchos de los juicios, circunloquios, metáforas, metonimias y furibundas aseveraciones de algunos ensayos filosóficos no es comprendido por la gran mayoría de la gente, incluidos muchísimos filósofos, se les concede razonablemente y en forma ad-hoc una superior sabiduría. En algunas ocasiones estos juicios serán objeto de crítica, pero por lo general se intentará descubrir en ellos significados ocultos que lo son porque, desde luego, no van destinados a grandes mayorías y se erigirá a su alrededor algún tipo de culto. Tal es la mística que convoca lo esotérico.[6]
6) Pensar y actuar desde la filosofía, y junto a personas provenientes de otras áreas, disciplinas y contextos, acerca de y sobre problemas específicos que circulan por la polis. No necesariamente por adherir a la tesis XI de Marx fustigando a Feuerbach, sino porque, más modestamente, se ha comprendido que desde el gabinete no se ensucian las manos pero tampoco el alma, y eso a algunos les provoca cierto escozor.
7) Vinculado a lo anterior, pero no necesariamente: la producción del filósofo es, fundamentalmente, incitar e incitarse a la duda radical a través del ejercicio de la reflexividad. Contra el orden de las cosas naturalizado, pero también hacia y desde el propio individuo –su lugar en el esquema de posiciones que determina un campo[7]- que reflexiona sobre esa y otras naturalizaciones que se pretenden ingenuamente “dadas”. Reflexiones que, como mucho, serán de segundo o tercer grado -so pena de regreso infinito- y por ello siempre con un dejo de que me están faltando cien gramos para el quilo. Ejercicio que no es exclusivo del filósofo y casi se puede hablar de moda, ya que la reflexividad se ha convertido en imperativo de muchos campos disciplinares desde que, precisamente, la muerte de Dios y el consecuente desamparo ha acabado con las certezas, todas ellas, tanto las políticas como las deportivas, cinematográficas (ya raramente ganan los buenos) o epistemológicas, que el sujeto occidental portaba como estandarte desde la Ilustración.[8]
8) Finalmente, un capítulo aparte para los que procuran reflexionar acerca de lo que significa e implica reflexionar filosóficamente desde la periferia del mundo, al desamparo no ya de dioses sino incluso de bibliotecas actualizadas y presupuestos siquiera dignos. ¿Estarán en sus cabales? Vaya de todas formas y a manera de ejemplo: ¿Por qué Deleuze y no Mariátegui, por qué Sartre y no Sambarino en los programas de las asignaturas y en las conversaciones de pasillo[9]? ¿Obedece acaso a una decisión académicamente fundada o a una inercia (pos)colonial?
Las ocho líneas trazadas más arriba son sólo eso: líneas. Desde luego faltan otras y desde luego en la práctica se presentan imbricadas entre sí o fluctúan al vaivén de modas y autores que van de su cenit a su ocaso.
Las ocho interpelan, aunque sigan faltando respuestas para la pregunta qué hacen los filósofos cuando se les van muriendo los Dioses y –por lo menos para este rincón del planeta- ni siquiera cuentan con una decente bibliografía.
Confieso que me hubiese gustado concluir el presente trabajo con, al menos, un he aquí la respuesta, pero al presente no dispongo de ninguna, y ni siquiera puedo usar como excusa el tan frecuente me falta tiempo o espacio.
Por lo pronto deseo apelar desde este trabajo, que más que una ponencia se parece a un inventario de calamidades, a una reflexión colectiva sobre nosotros en el tiempo presente.
[1]Versión corregida de la ponencia originalmente presentada en el Coloquio “Crisis-Critica-Espacio, la filosofía en el contexto actual” , Fac. de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. Montevideo, octubre de 2006
[2] Pero también Max Weber y otros tantos que anunciaron el inexorable “desencantamiento” del mundo.
[3] Cuando menciono acceso democrático al saber, aludo a lo que el hombre blanco –adulto, necesariamente propietario o en ejercicio de profesión liberal, lo que se dice un gentleman- en los albores de la Modernidad entendía por tal, no a conceptos abstractos de democracia.
[4] Foucault
[5] Agradezco a Marvin Harris la idea, la paráfrasis es responsabilidad del autor del presente trabajo.
[6] Agradezco a John K. Galbraith, la paráfrasis es responsabilidad del autor.
[7] Véase Bourdieu.
[8] Piénsese en Bacon y Moro, pasando por Condorcet y finalizando por ciertas vulgarizaciones del marxismo-leninismo.
[9] Deleuze y Mariátegui podrían haber sido Foucault y Vaz Ferreira, Carnap y Smabarino, etcétera .
viernes
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