viernes

“Los medios masivos de comunicación en la (así llamada) Sociedad de la Información”
Jorge Rasner
Universidad de la República

"No se trata entonces de levantarse contra las instituciones sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prevalencias o prepotencias en cada lugar donde éstas se instalan y se recrean"
J Derrida


“En realidad, gran parte de la denominada nueva cultura no es más que mecánica”, filosofaba Herder a contrapelo de las promesas del Siglo de las Luces y generando de paso fundadas sospechas en torno al presunto disfraz “ilustracionista” con el que se pretendía encubrir un mero ensamble de tuercas, tornillos, engranajes y chorros de vapor al interior de las factorías. Quizá algo similar esté ocurriendo en la actualidad con el deslumbramiento que produce la así llamada Sociedad de la Información, y no está de más preguntarse si en definitiva ese concepto igualmente promisorio no oculta un puñado de chips y transistores producidos a muy bajo costo que poco tendrían que ver con un tránsito informativo que mereciera tal nombre.
El propio concepto de información se emplea para designar situaciones y vínculos muy diversos, por lo cual se torna necesario comenzar por clarificar usos y significados del mismo. El presente trabajo tiene como propósito específico el análisis de la relación entre la profusión de mensajes transmitidos desde los medios masivos de comunicación y su impacto en el tejido social, a efectos de evaluar si ese monto de información inabarcable para seres humanos de carne y hueso –cualquiera sea la unidad de tiempo que se tome-, desparejo y de dudosa procedencia y calificación en muchos casos, constituye un elemento que es capaz de contribuir a generar algo que con propiedad podamos denominar Sociedad de la Información.
Es notorio que el acceso a los medios de comunicación no resulta hoy un gran problema, al menos para aquella porción de la humanidad que ha conseguido superar el mero nivel de supervivencia. Ahora bien, la relativa facilidad –y velocidad- para acceder a la densa red de flujos informativos proveniente de los medios masivos de comunicación en el mercado global representa una precondición necesaria, acaso, para pretender un cierto nivel de integración a la sociedad de la información, pero de ningún modo suficiente, si por adecuada integración entendemos a un receptor que organiza y procesa activamente ese flujo de mensajes -caracteres e imágenes heterogéneos y variopintos- en información coherente y significativa.
Pero, ¿qué implica ser un activo organizador? ¿Cómo se organiza, qué se organiza y para qué? ¿Puede acaso estipularse cosa semejante? Es en parte por estas razones que debemos movernos con cautela antes de efectuar un uso superficial del concepto “sociedad de la información”. Porque, desde luego, no basta con estar conectado a un aparato en tiempo real para estar informado, si por tal entendemos –al menos de manera preliminar- el más amplio, irrestricto y plural acceso tanto a las redes por las que discurre la información como a sus contenidos[1]. Pero incluso este tipo de acceso –aun de existir efectivamente la más amplia, plural e irrestricta oferta de información circulando por los canales de comunicación- no es algo que venga dado de por sí u ocurra espontáneamente y bastara apenas con estirar la mano para mover el dial o encender un aparato receptor.
Si por información hacemos referencia a datos que han sido organizados en vista a su comunicación por algún medio, va de suyo que toda información necesariamente es procesada por un emisor. Esto es, pasa por un proceso de recolección, selección y organización en vista a un propósito y de acuerdo a ciertos criterios. Se torna manifiesto, entonces, cómo a partir de cualquier proceso que implique comunicar una información –incluso a través de una simple charla interpersonal sobre acontecimientos cotidianos- se traslada a otros un constructo, sin proporcionar al mismo tiempo las claves de su construcción; esto es, no se hace explícito el interés que la motiva, los fines que se persiguen, ciertos sobreentendidos que pueden no resultar tales, etc. Desde luego, compartir códigos similares facilita la tarea, pero de ningún modo la hace transparente.
Sin lugar a dudas, este problema se agiganta y toma visos inquietantes si nos referimos a medios masivos de comunicación, ya que por su alcance, penetración, ubicuidad y poder legitimador inducen de inmediato la sospecha -genuina y lamentablemente fundada- de que, más allá de lo declarativo, se trata de una verdadera cadena de montaje de productos simbólicos para consumo masivo, puesto que desde muy pocos centros geográfica y fuertemente centralizados de recolección, selección y organización de datos se difunde información estandarizada a un público disperso, multitudinario e indiferenciado sobre el que necesariamente se debe actuar considerando un público “tipo”, que no será más que un mínimo común denominador capaz de decodificar un único y solamente un mensaje para todos [2].
Ahora bien, una vez instalada la preocupación en torno a la inevitable manufacturación del producto comunicable por parte de los medios masivos de comunicación, manufacturación vinculada a intereses comerciales y también políticos, debemos preguntarnos si es posible esperar que les quepa a estos medios algún papel en la construcción de una sociedad de la información, si por tal entendemos la pretensión de que el mayor número posible pueda integrarse, participar y generar oportunidades para sí y la comunidad que integra a partir del uso y beneficio que pueda extraerse de ese más fácil acceso al flujo y disponibilidad de información circulante.
Estimo que esta cuestión se torna de urgente elucidación por cuanto los medios se han vuelto omnipresentes en nuestra sociedad y, cada vez con mayor intensidad, representan el vínculo privilegiado de acceso a la información por parte de un gran público ensimismado, atomizado y disperso, pero no por ello menos necesitado de referencias a la hora de formarse una imagen del mundo, desde aquellas triviales, como salir o no a la calle con paraguas, hasta tomarle el pulso a tal o cual candidato[3]; y reclamará que esa imagen del mundo sea lo más fidedigna posible.

Si, como se ha dicho, partimos de la base de que toda información debe ser recolectada y organizada previo a su comunicación, que esa recolección y organización obedece a criterios y pautas previas –conscientes o no-, entonces ninguna comunicación podrá reflejar y re-presentar de manera objetiva la “realidad”, provenga de donde provenga, si por reflexión objetiva pretendemos denotar una percepción depurada de toda pre-noción y pre-juicios de cualquier especie que nos permitiría contemplar el “dato” o la “cosa en sí” en estado de pureza. Indudablemente percibir implica una jerarquización de aquello que es posible recortar de un fondo abigarrado y frecuentemente confuso, y una posterior organización de lo fenoménico que continuará replicándose a lo largo del proceso de transmisión y recepción. Esto es: la propia realidad –ésa que con frecuencia nos parece “dada naturalmente” y de buenas a primeras- es producto de una construcción de la cual somos protagonistas y principales involucrados, aunque sólo parcialmente conscientes de los múltiples factores –pulsionales, culturales, medioambientales, psicológicos, físicos, genéticos- que intervienen en ese proceso constructivo.[4]
Podemos convenir entonces que cuando se expresa la voluntad de proporcionar una información “objetiva” de la “realidad”, lo que en verdad estamos haciendo es tomar conciencia de la relatividad de nuestra mirada y del proceso cognitivo que le es inherente; y que al comunicarla trasladamos un punto de vista –el nuestro-, sobre cierto aspecto de lo que es la “realidad” para nosotros, conscientes de que lo es para nosotros y conscientes, por tanto, de su fragilidad. La objetividad será más una toma de conciencia del lugar desde el cual se opina que la vana pretensión de un reflejo exacto de esa realidad. Esta toma de conciencia remite a una necesaria y permanente vigilancia epistemológica[5] de nuestro punto de vista que busca –y estimo que consigue- zafar de la falsa oposición entre “realistas” o “materialistas” frente a aquellos que prefieren las encerronas relativistas o cierto moderado solipsismo desde la comodidad del “todo vale”, puesto que, en el mejor de los casos, ser conscientes de nuestras limitaciones nos dará la posibilidad de tomar distancia crítica y, eventualmente, romper con moldes perimidos, poco apropiados, etc.
No debemos entonces, y sin perjuicio de evaluar permanentemente y hacernos cargo de las características predominantemente comerciales y con fines de lucro que les son propias a los medios en la actualidad, cargar todas las tintas sobre la frivolidad o la manipulación informativa de los medios, ya que, aún cuando honestamente pretendieran reflejar la realidad o proporcionar información ciento por ciento fidedigna, no conseguirían más que proporcionar un punto de vista, un sesgo, una doxa. La cuestión entonces cambia de eje, puesto que lo que sí habrá de exigírseles no es una imposible objetividad o incluso imparcialidad, sino que se sea consciente de que toda información transmite puntos de vista, tratando de dejar especificado, en lo posible, el lugar desde donde se cree que se mira y se juzga (que no coincide necesariamente con el lugar desde el que se mira y juzga). Es por ello que ante la pregunta: ¿información desde dónde y para qué?, se impone la exigencia de tanto un análisis como de un autoanálisis que ponga de manifiesto el lugar (simbólico, desde luego) desde el cual se organiza la información.
Esta exigencia puede sonar a ingenuidad, a pretensión que parece ignorar el tremendo poder que detentan los medios, su capacidad para evadir todo tipo de control. Ese poder hace clamar de inmediato por regulaciones para prevenir abusos y mitigar atropellos, privilegiar el interés colectivo sobre el corporativo, propender al bien común en detrimento del lucro o la utilidad, tanto en lo que refiere al uso de las redes como al tenor de los contenidos, limitando o sancionando la “telebasura”, procurando asegurar el acceso universal y básico a toda la información sin vulnerar derechos previamente adquiridos ni la privacidad de nadie. Pero, ¿qué es, y para quién, “telebasura”? ¿qué es toda la información? ¿Quién podría manejarla, en caso de que le interese hacerlo?[6]
Sin pretender introducir consideraciones o discusiones del orden de la jurisprudencia, ni negar, tampoco, el valor que las regulaciones tienen a efectos de posibilitar la convivencia ciudadana, sospecho que ninguna norma está en condiciones de establecer cuáles son los alcances y los límites de la libertad de información. Esto es, qué debe ser informado y qué no, qué se entiende por interesante y para quién, qué por reservado, qué por estratégico, qué por privado, qué por inviolable, qué por oportunidad para el desarrollo. No creo que siquiera haya acuerdo en torno a qué se entiende por desarrollo o bienestar o cultura o basura. Presumo que ninguna disposición jurídica puede dar satisfacción a estas cuestiones, entre otras cosas porque se trata de una materia sustancialmente política y las decisiones que se tomen estarán subordinadas a la correlación de fuerzas y a la dinámica que el propio colectivo debe darse en función de los intereses que primen en la coyuntura.
De allí que quizá se deba reparar en el vínculo comunicacional como un todo relacional, y que el énfasis no recaiga exclusivamente sobre el poder del emisor de transmitir información significativa o basura narcotizante como algo unilateralmente ejercido –y aun perpetrado- por los medios masivos sobre la audiencia. Resultará conveniente visualizar esta relación como un ida y vuelta permanente a través de la cual el receptor juega un papel de no poca relevancia (al menos en el decisivo y democrático instante de pulsar el botón del control remoto y decidir raitings). Sin dudas el abordaje relacional redundará en una complejización del fenómeno, pero nos evitará simplificaciones en las que “Grandes Hermanos” sojuzgan impunemente a través de sus imágenes omnipresentes a “crédulos rebaños” (cual vulgar western con distintos malos), y en cualquier caso creo que se estará más próximo a la forma en la que efectivamente ocurren los procesos de interacción comunicativa de masas.
En efecto, desde el otro extremo del vínculo tenemos a un protagonista casi olvidado en las discusiones precedentes: el receptor, en tanto ciudadano que ingiere, y al ingerir procesa y metaboliza el flujo informativo, y al que por largo tiempo se le consideró –y hasta cierto punto se le sigue considerando por algunos analistas- mera víctima pasiva de los arrestos del poder mediático, al que Huxley denominó el “envenenamiento de rebaño”.
En 1974 Eco advertía sobre este fenómeno señalando con claridad el cambio de eje registrado en los análisis sobre la comunicación de masas ante la percepción del potencial de procesamiento de los mensajes por parte de la audiencia. Incluso el corazón de la argumentación de Eco se fundamenta en el hecho de que si efectivamente la televisión hubiese ejercido su tan mentado y célebre poder “idiotizador” sobre la primera generación de televidentes masivos, jamás hubiera existido un mayo del 68 [7].

En este sentido, la tan mentada sociedad de la información no habrá de construirse sólo por el concurso y por la buena, mala o aún peor oferta informativa o cultural de los medios masivos; tampoco por la mera disponibilidad tecnológica que permite un amplio y veloz acceso a esa enorme cantidad de información que se ofrece por múltiples medios, sino, fundamentalmente, por el uso que el “público” haga de ese accesibilidad, y a la calidad de ese uso, que sigue dependiendo en buena medida de agencias socializadoras[8] que sin duda mantienen aún su vigencia (hasta cuándo y de qué manera merecería un tratamiento extensivo que no cabe en este trabajo) pese a los cambios sustanciales y a los desplazamientos culturales que supuso la consolidación y penetración del poder mediático y su innegable poder de influenciar sobre el comportamiento del gran público; incrementado aún más como consecuencia del imparable proceso de concentración monopólico de la propiedad de los medios masivos de comunicación.
Fue nuevamente Eco, entre otros (también, por ejemplo, Michel de Certeau[9]), quien advirtió sobre el papel acaso mínimo, pero a la postre decisivo por su propia masividad, del espectador como “significador” y recodificador de la andanada de mensajes de la que es objeto:
“Habitualmente, los políticos, los educadores, los científicos de la comunicación creen que para controlar el poder de los mass-media es preciso controlar dos momentos de la cadena de la comunicación: la fuente y el canal. De esta forma se cree poder controlar el mensaje; por el contrario, así sólo se controla el mensaje como forma vacía que, en su destinación, cada cual llenará con los significados que le sean sugeridos por la propia situación antropológica, por su propio modelo cultural. La solución estratégica puede resumirse en la frase: «Hay que ocupar el sillón del presidente de la RAI», o bien: «Hay que apoderarse del sillón del ministro de Información», o: «Es preciso ocupar el sillón del director del Corriere.» No niego que este planteamiento estratégico pueda dar excelentes resultados a quien se proponga el éxito político y económico, pero me temo que ofrezca resultados muy magros a quien espere devolver a los seres humanos una cierta libertad frente al fenómeno total de la comunicación. Por esta razón, habrá que aplicar en el futuro a la estrategia una solución de guerrilla. Es preciso ocupar, en cualquier lugar del mundo, la primera silla ante cada aparato de televisión (y, naturalmente, la silla del líder de grupo ante cada pantalla cinematográfica, cada transistor, cada página de periódico). Si se prefiere una formulación menos paradójica, diré: La batalla por la supervivencia del hombre como ser responsable en la Era de la Comunicación no se gana en el lugar de donde parte la comunicación sino en el lugar a donde llega. Si he hablado de guerrilla es porque nos espera un destino paradójico y difícil, a nosotros, estudiosos y técnicos de la comunicación: precisamente en el momento en que los sistemas de comunicación prevén una sola fuente industrializada y un solo mensaje, que llegaría a una audiencia dispersa por todo el mundo, nosotros deberemos ser capaces de imaginar unos sistemas de comunicación complementarios que nos permitan llegar a cada grupo humano en particular, a cada miembro en particular, de la audiencia universal, para discutir el mensaje en su punto de llegada, a la luz de los códigos de llegada, confrontándolos con los códigos de partida.” (Eco, 2007)

Pido por cierto disculpas por lo extenso de la cita, pero creo que es decisivo considerar muy seriamente esta “resolución de guerrilla” propuesta por Eco si verdaderamente aspiramos a transformar la exposición al exceso de información –banal o no- en un proceso de construcción de información ponderada que contribuya a emancipar individuos, y de paso, last but not least, contribuir a desenmascarar las denominaciones nada inocentes que persiguen un fin claramente ideológico al tomar por “sociedad de la información” un mero batiburrillo discepoliano o una suerte de happy end hollywoodense[10], y apuntar en cambio a construir una sociedad donde la transmisión y recepción de la información se evalúe reparando menos en la cantidad de aparatos de radio y TV por familia relevada, en laptops per capita o usuarios de Internet por franja etaria, y más en cómo se califica el mensaje y en la batería de instrumentos que las agencias socializadoras están en condiciones de proporcionar al ciudadano para ello.



Referencias bibliográficas

- de Certeau, M. (2000) : La invención de lo cotidiano, Universidad Iberoamericana, Mexico (p. orig.1990).
- Eco, U. (2007): Para una guerrilla semiológica, en www.geocites.com.ar/nomfalso (10/07/2007)
- Enzensberger, H. M. (1985): La manipulación industrial de las conciencias, en Detalles, Anagrama, Barcelona (p. orig.1962)
- Wolton, D. (2006): Salvemos la comunicación, Gedisa, Barcelona (p. orig.2005)







[1] Noam Chomsky insiste fuertemente sobre el papel que el control y la concentración de los medios de comunicación juegan en una sociedad del tipo democrática-liberal: la fabricación de consensos a través una perspectiva –cuando menos- intencionada, que se difunde de manera más o menos orquestada por los que promueven cierta “organización” del mundo a través de la noticia. Véase por ejemplo del citado autor: El control de los medios de comunicación, en http://tijuana-artes.blogspot.com
[2] “La radiodifusión ya no tiene ni un solo punto de comparación posible con una fábrica de cerillas. Sus productos son totalmente inmateriales. Lo que fabrica y distribuye no son ya bienes, sino opiniones, juicios y prejuicios, contenidos de conciencia de todo género” (Enzensberger, 1985)
[3] Los buenos y sostenidos niveles de audiencia que registran los informativos, tanto radiales como televisivos, manteniéndose por debajo, pero cerca, de los típicos productos de la industria del entretenimiento, parecen sugerir que la necesidad de estar informado por parte del público compite fuertemente con la necesidad de “diversión” o esparcimiento.
[4] Conviene una y otra vez repasar el rigor y la sutileza con la que Francis Bacon caracterizó en su Novum Organum a todas aquellas pre-nociones intervinientes en el proceso cognoscitivo a las que denominó “ídolos”.
[5] Consúltese a la obra de Bachelard por el concepto “vigilancia epistemológica”.
[6] Resulta evidente, por una simple razón cuantitativa y no necesariamente por intereses espurios, que la mayor parte de la información disponible no ha sido, no es y no será transmitida al público. Incluso, la mayor parte de ella tiene interés sólo para un reducido número de personas.
[7] Véase por ejemplo en Humberto Eco: “¿El público perjudica a la televisión?”, en Sociología de la comunicación de masas, vol. II, M. de Moragas comp., Ed. G. Gili, Mexico, 1993
[8] Téngase en cuenta que los mismos “modelos” mediadores (para seguir con la terminología de Eco) que “filtran” el mensaje proveniente de los medios, también, presumo, filtrarán otro tipo de mensajes como los que provienen de las agencias educativas y socializadoras en un sentido amplio. El “modelo mediador” resulta ser, entonces, un elemento de difícil caracterización, al que habría que agregarle, además, la acción de elementos pulsionales e incluso atávicos de muy difícil detección. Vale decir: el “proceso de filtrado” debe ser materia de pricipalísima atención por parte de la propia comunidad.
[9] “El análisis de las imágenes difundidas por la televisión y del tiempo transcurrido en la inmovilidad frente al receptor debe completarse con el estudio de lo que el consumidor cultural ‘fabrica’ durante esas horas y con estas imágenes” (de Certeau, 2000)
[10] “En menos de cien años fueron inventados, y democratizados, el teléfono, la radio, la prensa para el público en general, el cine, la televisión, el ordenador, las redes, lo que modificó definitivamente las condiciones de los intercambios y las relaciones, redujo las distancias y permitió concretar la ansiada aldea global. La palabra escrita, el sonido, la imagen y los datos hoy están omnipresentes y dan la vuelta al mundo en menos de un segundo. Todos, o casi todos, vemos y sabemos todo acerca del mundo. Ello constituye una ruptura considerable en la historia de la humanidad, cuyas consecuencias aún no hemos llegado a calibrar” D. Wolton, (Wolton, 2006), desde el primer mundo esquina la opulenta ribera izquierda del Sena.

¿Qué hacen los filósofos cuando mueren sus Dioses?
Notas irreverentes
[1]
Jorge Rasner
Universidad de la República



Sabemos sí qué hacen cuando los Dioses derrochan vigor y ellos (los filósofos) ofician en la tierra, imbuidos de alguna cualidad especial: metodológica, intuitiva o quién sabe qué, frecuentemente trascendental y casi siempre rodeada de complicadas iniciaciones esotéricas.
Ejemplo: Platón, luego de su lance con Protágoras y su final en tablas, mira (nos mira, no lo olviden) a los encadenados de la caverna con cierta condescendencia. Parado desde el lado de la luz, supongo que de espaldas a ella, reacio –¿tal vez imposibilitado?- a dar claves y mucho menos señales eficaces que balicen el camino de salida. Es que en el Paraíso no hay vacantes para todos, Él lo sabe. Apenas sugiere un modelo –muestra pobre, avara quizá- de lo que sería la real Realidad si tan solo los humanos pudieran romper las cadenas que los atan a sus paredes. Vean, dice, la invencible, invariable y eterna (porque persistirá cuando explote nuestro Sol y se acaben todos los triángulos y todas las circunferencias y todos los hoplitas) relación entre los catetos y su hipotenusa, la del radio con su circunferencia, o la simple suma 7+5=12 así se trate de árboles, hoplitas o bárbaros. Para empezar a discutir, y como muestra de que al fin y al cabo las apariencias también existen, al igual que los simulacros de realidades y las verdades tanto a medias como a medida, no está nada mal.
La muerte, acaso por obsoleto, acaso por incomprendido, del Dios de Platón hace de la Academia platónica, al cabo de un par de generaciones, un nido de gentes sin dioses, escépticos feroces, parricidas confesos, creyentes desengañados, que es la peor especie de creyentes.
¿Mero efecto pendular o la suspensión del juicio a la espera de que resuciten nuevos Dioses?
Hegel probablemente padece la misma pena o decepción cuando expresa, compungido, que por lo poco que el espíritu necesita para contentarse se puede medir la extensión de lo perdido. Y aún sin saber a ciencia cierta qué es lo perdido, poco nos cuesta imaginarlo.

Aun cuidándonos de aventurar profecías, es no obstante posible manejar una conjetura: acaso Dios ya no habrá de resucitar. El largo proceso iniciado por la sociedad y la cultura occidentales durante la Modernidad finalmente acabó con algunos dioses y puso en entredicho a otros, incluso aquellos que habían travestido en formatos terrenales, como ser la Economía de Mercado, con su piloto automático incluido; el Partido; la Vanguardia Revolucionaria; la Raza; el Destino Manifiesto, Etcétera. (nunca olvidar las mayúsculas). Al cabo de cuatro tormentosas centurias presenciamos un triunfo que podría catalogarse de pírrico.
La conjetura no resulta descabellada e incluso viene de antiguo: aun antes de que la llamada posmodernidad descollara a partir de ciertos desplantes irreverentes y no pocos alardes que siempre tienen su público, algunos –Nietzsche, desde luego, un abonado permanente a este tipo de contenciosos- no cesaron de manifestar su asombro ante la soberbia de quienes alegaban ser poseedores de la Verdad o la Sabiduría (ídem anterior) en virtud de cierta vinculación especial con la razón, o en su defecto con la intuición, o para llevar la contra con la experiencia. Relación por otra parte nunca satisfactoriamente fundamentada, más que a través de presuntas evidencias de limitado alcance y equívoca aceptación.[2]
Quizá fue éste –aunque tenaz y largamente ignorado- el primer golpe premonitorio para la filosofía y sus aspiraciones. Se resistieron a recordar que la sustancia de la que están hechos no es puro cogito, sino también –glándula pineal mediante- carne y hueso. Esta fatal desatención hizo prosperar lo inevitable y llegará un segundo golpe aún más dramático: paulatinamente los saberes que gramáticos y lógicos, moralistas y metafísicos, místicos y naturalistas fueron acumulando dentro del ámbito de esa entidad de límites borrosos que llegó a ser “la filosofía”, comenzarán a desgajarse y reclamarán independencia de juicio y criterio. Su emancipación no será sólo de la filosofía sino frecuentemente contra la filosofía. Es decir, contra aquellas pautas (con frecuencia algún tipo de certeza inmediata que les es soplada al oído y en voz baja) que los filósofos tradicionalmente utilizaron para fundamentar y debatir sobre el lugar exacto en el se encuentran los puntos arquemideanos desde los que se mueve el mundo.
En cambio, la pretensión epistemológica de estas nuevas disciplinas, nacidas en el seno del saber filosófico, apelará desde el momento mismo de su emancipación a criterios que la Modernidad reclama como imprescindibles: lo público, el señalamiento ostensivo de un suceso, la búsqueda rigurosa de la especie y no del individuo, la generalización a partir de la inferencia inductiva, la rigurosa matematización de todo aquello que se preste, y lo que no se presta tanto peor. Vale decir, mostrar para que algo sea de-mostrable.
Res non verba fue no sólo un lema sino un grito de guerra que adornó muchos escudos de sociedades científicas que aspiraron a un acceso democrático[3] a un saber que se impone por el argumento de lo que está ahí (sea lo que sea lo que se supone que está), o mejor: lo que el colectivo entiende por ser o estar ahí como prueba o nexo causal.
Luego, que hechos y no palabras haya devenido efectivamente un programa o apenas una declaración de principios que naufragó a medio camino entre la realidad y el deseo, es un problema que no habrá de ser considerado aquí.

Este amotinamiento y posterior fuga de saberes que tradicionalmente tuvieron su ámbito en el seno de la filosofía fue una advertencia muy seria porque desde entonces muchos se preguntaron para qué se necesita. Qué lugar habrá de ocupar y cuál el que habría que darle de aquí en más teniendo en cuenta sus pretensiones, tanto en el seno de la Nueva Academia como, last but not least, en las reñidas distribuciones presupuestales. El mero hecho de plantear este interrogante indica que a la filosofía le ha llegado su peor hora cuando es incapaz de ocultar las enormes las dificultades que tiene para señalar, al cabo de 2500 años de vaivenes y trajines, cuáles son o cuáles deberían ser sus cometidos específicos, condición imprescindible en tierra de especialistas.

Sin ánimos de intentar siquiera clamar por el retorno de los Dioses, plantear refundaciones, sugerir rumbos o trazar hojas de ruta, en lo que sigue propondré sin orden y de manera arbitraria y no exhaustiva cometidos que o bien se le reclama a la filosofía, o bien entienden los filósofos que le son propios e intransferibles.
Debo finalmente aclarar que de la exposición de estas formas de hacer o entender la filosofía no se aguarda otro resultado que pensar y pensarse desde ella, al desamparo de Dioses:
1) Algunos científicos, con frecuencia quienes trabajan en las fronteras de sus disciplinas, reclaman que la filosofía les proporcione cierta dosis de locura o cuando menos heterodoxia en forma de conjeturas audaces y fantasías desafiantes del statu quo. ¿Por qué a la filosofía y no la ciencia ficción o a los poetas o a cualquier otro hijo de vecino más o menos inspirado? Tal vez porque le es reconocida (o atribuida) una tradición de pensamiento que la sitúa en esa zona intermedia entre la charlatanería y cierto despliegue de rigor, mínimo exigido para la construcción de la gran ciencia. Curioso espacio le es reservado: el lugar –quizá no del todo improbable ni paradójico, aunque lo parezca- del sueño razonable y la especulación atinada.
2) Menos glamorosa que la anterior y decididamente su contracara: la filosofía transformada en ancilla scientiae. Invierte su papel tradicional para devenir dispositivo de control epistemológico[4], policía de cierta concepción de (lo que algunos entienden debe ser) la pureza metodológica. No obstante, a no pocos sedujo este papel y varias décadas de feroces y estériles disputas insumió saldar qué se entiende por pureza metodológica sin que se arribara a ningún resultado.
3) Se constituye en meticulosa y tenaz comentadora del último comentario que efectuó aquel analista sobre otro analista que comentaba al personaje filosófico de moda, con frecuencia proveniente del primer mundo, que ha puesto en vilo a toda una generación con algún concepto trepidante que se repite como en una sala de espejos. Cierra el círculo y reposa sobre sí misma.
4) Quizá como consecuencia de lo anterior, aunque no necesariamente: abdica de toda pretensión fuertemente crítica y se institucionaliza como pensamiento débil. Si de ella dependiera jamás una teoría amenazará a un hecho consumado[5] porque, entre otras cosas, no se dispone ya de puntos arquimedeanos desde los cuales amenazar nada y quizá incluso se comprometan las recompensas académicas. De cualquier manera, desde la muerte de Dios es tan fácil justificar la pertinencia y razonabilidad de esta elección como difícil de objetar o refutar. Su lógica rechaza cualquier compromiso ontológico. Algo similar a lo que sucede como el solipsismo pero un tono más abajo.
5) Debido a que el significado de muchos de los juicios, circunloquios, metáforas, metonimias y furibundas aseveraciones de algunos ensayos filosóficos no es comprendido por la gran mayoría de la gente, incluidos muchísimos filósofos, se les concede razonablemente y en forma ad-hoc una superior sabiduría. En algunas ocasiones estos juicios serán objeto de crítica, pero por lo general se intentará descubrir en ellos significados ocultos que lo son porque, desde luego, no van destinados a grandes mayorías y se erigirá a su alrededor algún tipo de culto. Tal es la mística que convoca lo esotérico.[6]
6) Pensar y actuar desde la filosofía, y junto a personas provenientes de otras áreas, disciplinas y contextos, acerca de y sobre problemas específicos que circulan por la polis. No necesariamente por adherir a la tesis XI de Marx fustigando a Feuerbach, sino porque, más modestamente, se ha comprendido que desde el gabinete no se ensucian las manos pero tampoco el alma, y eso a algunos les provoca cierto escozor.
7) Vinculado a lo anterior, pero no necesariamente: la producción del filósofo es, fundamentalmente, incitar e incitarse a la duda radical a través del ejercicio de la reflexividad. Contra el orden de las cosas naturalizado, pero también hacia y desde el propio individuo –su lugar en el esquema de posiciones que determina un campo[7]- que reflexiona sobre esa y otras naturalizaciones que se pretenden ingenuamente “dadas”. Reflexiones que, como mucho, serán de segundo o tercer grado -so pena de regreso infinito- y por ello siempre con un dejo de que me están faltando cien gramos para el quilo. Ejercicio que no es exclusivo del filósofo y casi se puede hablar de moda, ya que la reflexividad se ha convertido en imperativo de muchos campos disciplinares desde que, precisamente, la muerte de Dios y el consecuente desamparo ha acabado con las certezas, todas ellas, tanto las políticas como las deportivas, cinematográficas (ya raramente ganan los buenos) o epistemológicas, que el sujeto occidental portaba como estandarte desde la Ilustración.[8]
8) Finalmente, un capítulo aparte para los que procuran reflexionar acerca de lo que significa e implica reflexionar filosóficamente desde la periferia del mundo, al desamparo no ya de dioses sino incluso de bibliotecas actualizadas y presupuestos siquiera dignos. ¿Estarán en sus cabales? Vaya de todas formas y a manera de ejemplo: ¿Por qué Deleuze y no Mariátegui, por qué Sartre y no Sambarino en los programas de las asignaturas y en las conversaciones de pasillo[9]? ¿Obedece acaso a una decisión académicamente fundada o a una inercia (pos)colonial?

Las ocho líneas trazadas más arriba son sólo eso: líneas. Desde luego faltan otras y desde luego en la práctica se presentan imbricadas entre sí o fluctúan al vaivén de modas y autores que van de su cenit a su ocaso.
Las ocho interpelan, aunque sigan faltando respuestas para la pregunta qué hacen los filósofos cuando se les van muriendo los Dioses y –por lo menos para este rincón del planeta- ni siquiera cuentan con una decente bibliografía.
Confieso que me hubiese gustado concluir el presente trabajo con, al menos, un he aquí la respuesta, pero al presente no dispongo de ninguna, y ni siquiera puedo usar como excusa el tan frecuente me falta tiempo o espacio.
Por lo pronto deseo apelar desde este trabajo, que más que una ponencia se parece a un inventario de calamidades, a una reflexión colectiva sobre nosotros en el tiempo presente.





[1]Versión corregida de la ponencia originalmente presentada en el Coloquio “Crisis-Critica-Espacio, la filosofía en el contexto actual” , Fac. de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. Montevideo, octubre de 2006
[2] Pero también Max Weber y otros tantos que anunciaron el inexorable “desencantamiento” del mundo.
[3] Cuando menciono acceso democrático al saber, aludo a lo que el hombre blanco –adulto, necesariamente propietario o en ejercicio de profesión liberal, lo que se dice un gentleman- en los albores de la Modernidad entendía por tal, no a conceptos abstractos de democracia.
[4] Foucault
[5] Agradezco a Marvin Harris la idea, la paráfrasis es responsabilidad del autor del presente trabajo.
[6] Agradezco a John K. Galbraith, la paráfrasis es responsabilidad del autor.
[7] Véase Bourdieu.
[8] Piénsese en Bacon y Moro, pasando por Condorcet y finalizando por ciertas vulgarizaciones del marxismo-leninismo.
[9] Deleuze y Mariátegui podrían haber sido Foucault y Vaz Ferreira, Carnap y Smabarino, etcétera .

La publicación del conocimiento científico-tecnológico: apuntes para su contextualización
Jorge Rasner
Universidad de la República



Resumen
La publicación de conocimientos científico-tecnológicos está estructuralmente integrada al propio proceso de su producción. Propongo distinguir entre difusión de conocimiento (de los especialistas a sus pares) y divulgación de conocimiento (de los especialistas a un público amplio de no especialistas). Si la primera modalidad forma parte del quehacer científico-tecnológico desde su comienzo, la segunda constituye un desafío y un objetivo de propósitos y resultados siempre inciertos. Estimo que así como es necesaria la divulgación de conocimiento, no lo es menos replantearse qué implica divulgar, para qué y a quienes potencialmente debe ir dirigida esta divulgación si se pretende que ésta apunte a una alfabetización científica. Se debe formular entonces el problema en un contexto que tenga en cuenta a todos los agentes involucrados, desde el emisor hasta un indiferenciado público receptor con frecuencia olvidado a la hora del diseño de estrategias de divulgación.

Abstract
The publication of scientific-technological knowledge is structuraly integrated at its production process. I suggest to distinguish between knowledge spreading (from specialists to their peers) and knowledge disclosing (from specialists to a wide public of non specialists). If the first modality takes part in the scientific-technological task from its beginning, the second represents a challenge and an objective of uncertain intentions and results. I agree that is necessary the diclosing of the knowledge, but it is more important to reconsider what involve to disclose, what for, and who are the potential receivers, if we want this disclosure to point to teach what science and technology are. So, the problem must be formulated in a context that accounts all the agents envolved, either the information emitter, either the undifferentiate recievers, whose interests and needs are frecuently forgotten when the disclosing strategies are designed.

Palabras clave
Conocimiento científico-tecnológico, difusión, divulgación, alfabetización científica









1
Hacer públicos los resultados de la investigación científico-tecnológica es el objetivo de cualquier proyecto de divulgación. Son más escasos los proyectos que combinan lo anterior con una adecuada publicación de los procesos que concluyen en esos resultados. En lo que sigue habré de proponer que una política de divulgación científico-tecnológica eficaz debe enfatizar la publicación de los procesos de producción científico-tecnológica antes que los propios resultados de esa investigación, por impactantes o conmovedores que éstos sean.
Según el diccionario de la Real Academia Española, publicar significa: “hacer notorio o patente, por televisión, radio, periódicos u otros medios, algo que se quiere hacer llegar a noticia de todos”. Me ocuparé en lo que sigue de discutir algunos aspectos vinculados a la publicación de conocimiento científico-tecnológico.
Propongo en primera instancia considerar que hacer público el conocimiento científico-tecnológico equivale a difundirlo o divulgarlo, aunque ambos términos no constituyan propiamente sinónimos. Más adelante haré una distinción entre difundir y divulgar referida a la publicación de conocimientos científico-tecnológicos, pero de momento los consideraré aproximadamente similares. En este sentido, la difusión del conocimiento científico-tecnológico es virtualmente contemporánea al largo proceso de consolidación institucional de la propia ciencia moderna. Siguiendo a William Dick:
“Los primeros periódicos científicos vieron la luz en el siglo XVII, poco después de la fundación de las primeras sociedades de sabios”[1]. (DICK, 1954: 153)

Tenemos pues que The Philosophical Transactions, publicación periódica entera y exclusivamente dedicada a difundir los resultados de experimentos, inventos e investigaciones, aparece en 1665 como órgano de difusión extraoficial de The Royal Society, apenas tres años después de su fundación, para pasar posteriormente, durante 1753, a constituirse definitivamente en su órgano de difusión oficial. Este periódico, paradigma de las revistas de difusión y por tanto representativo de los periódicos científicos de la época, deviene rápidamente “una publicación muy útil, que permite consignar y preservar numerosas experiencias que, sin ser lo suficientemente importantes para ser objeto de una obra, se habrían, en su ausencia, perdido”, citado por Dick en (DICK, 1954: 154).

Hubo otros medios, tal como consigna Dick en la obra citada, incluso anteriores a la aparición de The Philosophical Transactions, que publicaban regularmente noticias provenientes de los ámbitos científicos o tecnológicos sin estar por entero dedicadas a ello. A tal efecto combinaban información científica con otras noticias, generalmente literarias o provenientes del mundo artístico y filosófico de la época. Tal es el caso, por ejemplo, de la Gazette de France, fundada en 1631 y del Journal de sçavans en 1665. En este sentido cabe acotar que en estos tiempos inaugurales de la producción de conocimiento científico-tecnológico, tanto la difusión de informes científicos revestidos de toda legitimidad, extendida por la propia comunidad de investigadores, como la divulgación de los mismos para un público interesado y aun la popularización sensacionalista que apuntaba no ya a personas interesadas sino meramente a curiosos convivían frecuentemente en un mismo medio, incluso en obras de carácter científico
Así, por ejemplo, podemos leer la siguiente información en Bachelard:
“Un erudito de gran paciencia, Claude Comiers, comienza con estas palabras su obra sobre los Cometas, obra frecuentemente citada en el transcurso del siglo XVII: ‘Puesto que en la Corte se ha debatido con calor si el Cometa era macho o hembra, y que un mariscal de Francia, para dar término al diferendo de los Doctos, dictaminó que era necesario levantar la cola de esa estrella para saber si debía tratársela de el o la...’. Sin duda un sabio moderno no citaría la opinión de un mariscal de Francia.”
A continuación Bachelard referencia al pie de página la obra de Comiers, su extenso título habla por sí solo:
“ Claude Comiers: La Nature et présage des Cometes. Ouvrage mathématique, physique, chimique, et historique, enrichi des prophéties des derniers siècles, et de la fabrique des grandes lunettes, Lyon, 1665.” (BACHELARD, 2000: 31)

Conforme se afianza el proyecto científico-tecnológico y asume marcada preponderancia en el contexto social como único productor legitimado de conocimientos, la cantidad y calidad de medios a través de los cuales se hace público el conocimiento científico-tecnológico se va ampliando y diversificando, y de esta forma va cobrando forma la primera gran bifurcación:
· Por un lado la progresiva proliferación, diversificación y especialización de medios dedicados a difundir lo que se hace al interior de campos disciplinares específicos (círculo de difusión esotérico), cuyos informes están destinados casi exclusivamente a ser conocidos y comprendidos por otros especialistas del mismo campo. A través de estos medios se posibilita la generación o preservación de vínculos de mutua interacción.
· Por otro, se continúa y se extiende la práctica de divulgación de informaciones y noticias provenientes de los ámbitos científicos y tecnológicos a través de órganos no especializados y dirigidos a un público de no especialistas, con una presentación propia para no especialistas, aunque sí informado y –añadiría- previamente seducido por sus encantos o promesas (círculo de divulgación exotérico)[2].
· Por último, y fundamentalmente desde la segunda mitad siglo XIX, etapa de un marcado y sostenido fortalecimiento político e institucional de la práctica científico-tecnológica, va ganando progresivamente espacios (centímetros o minutos de programación) la popularización de ciertas noticias científicas y tecnológicas a través de algunos órganos de comunicación masiva: prensa escrita, suplementos y publicaciones periódicas, en primera instancia; y luego, desde la irrupción de los medios audiovisuales y en este orden cronológico: a través de la radio, el cine, la televisión y los medios electrónicos digitales.

Durante el siglo XX, tanto la difusión como la divulgación y la popularización (volveré más adelante sobre cada uno de estos conceptos y los definiré y diferenciaré adecuadamente) del conocimiento científico-tecnológico va progresivamente ganando espacios, todavía secundarios aunque progresivamente mayores, en el ámbito de las comunicaciones[3]. Lo cual indica, a mi entender, que la práctica de publicar, a diferentes niveles, los conocimientos adquiridos constituye una necesidad del propio proceso de su producción, más que una actividad complementaria o suplementaria; y estimo que esto es así porque los científicos fueron los primeros en comprender (acaso de manera vaga) que la investigación científico-tecnológica, en tanto acto creativo, abarca mucho más que lo que puede verse del trabajo de científicos y tecnólogos actuando en sus gabinetes o laboratorios, ya que ésta comprende y necesita de manera imprescindible el anclaje de esa actividad en un contexto social complaciente o al menos tolerante con esa actividad.

Es preciso detenerse precisamente en la comunicación del saber como parte del propio proceso de producción de saber, circunstancia que sin duda distingue a la era moderna de otras anteriores, haciendo excepción quizá del ágora de la polis ateniense. Y esto acontece a raíz de la estructura misma en la que se inscribe este proceso, aun desde los primeros pasos que da la indagación científica, en los albores de la Modernidad. En efecto, la publicación se torna el eslabón vinculante, dado que el intercambio de información constituye un insumo imprescindible para el propio proceso de producción de conocimientos, que será siempre colectivo, fruto de una acumulación acaso infinitesimal de aportes (incluyendo errores, disparates y vías truncas), aunque al cabo los merecimientos termine por recibirlos sólo uno o un pequeño grupo de investigadores. Los primeros grandes científicos de la modernidad no ignoraron esto y fueron los primeros en reconocer y agradecer que los gigantes les prestaran hombros.

De este modo, el conocimiento durante el período Moderno, al contrario de lo que acaecía con la producción de saber, por ejemplo, durante la edad Media, estará necesariamente sometido a la consideración pública en todo momento y del modo más amplio posible. Con el término consideración me refiero a la obligatoriedad de que todo experimento y todo informe científico, elaborado como explicación hipotética -y por tanto de carácter tentativo- sobre algún aspecto específico referido a la naturaleza o la sociedad, deba ser no sólo conocido por un grupo selecto de especialistas, sino incluso publicado a efectos de que sea sometido al más amplio y riguroso análisis, critica, valoración y posterior sanción por parte del colectivo de individuos especializados o simplemente interesados en la temática en cuestión[4]. Y la aceptación o rechazo –siempre provisorios- de las hipótesis no se realizará en virtud de ninguna autoridad que esté por encima de aquella que emana de la decisión que toma ese colectivo actuando en conjunto y en permanente interacción[5].

No es por tanto siquiera concebible, en el marco de la ciencia moderna, un saber confinado a un individuo o a un reducido grupo de individuos. Ese saber no sólo despertaría enormes sospechas, sino que, al no formar parte integrada al cuerpo de conocimientos existentes, y por tanto no mantener o no haber demostrado mantener una coherencia con el sistema de saberes y creencias ya adquiridos y de relativo dominio público, no sería tenido en cuenta, más allá de sus promesas o pretendidas realizaciones, o lo será a hurtadillas y casi clandestinamente.
En consecuencia: la producción de conocimientos científico-tecnológicos implica hacerlos públicos, por antonomasia.



2
Con anterioridad se han introducido, sin mayor explicitación, ciertas distinciones que atañen a los conceptos de difusión, divulgación y popularización de conocimientos científico-tecnológicos. Corresponde efectuar ahora las precisiones que contribuyan a caracterizarlos adecuadamente.

Propongo, en primer lugar, reservar el concepto difundir (extender, esparcir, propagar) para denotar la tarea de hacer público el contenido de las investigaciones que unos especialistas dirigen a sus pares, es decir, a otros especialistas de su mismo campo y especialidad y que, por tanto, comparten con el difusor similares códigos lingüísticos. Cuando especifico que comparten similares códigos lingüísticos no sólo aludo a la posesión de una jerga en común sino a una matriz disciplinar compartida, lo que implica formaciones profesionales aproximadamente equivalentes, objetivos y problemáticas comunes, una ontología compartida y modelos de abordaje de la realidad normalizados y definidos por esa ontología.[6]

Esta familiaridad de propósitos facilita enormemente la comunicabilidad, la comprensión y la discusión de los contenidos –ya que se dan por sobreentendidos ciertos supuestos y fundamentos- entre pares. En cambio, la dificulta o la torna directamente imposible para aquellos que no pertenecen a esa comunidad disciplinar, y en consecuencia no comparten, parcial o totalmente, sus códigos.
La difusión así entendida, restringida al perímetro definido por ese campo disciplinar, y debido ello tan efectiva como exitosa, es de esencial importancia para la evolución de los campos disciplinares. En efecto, tal restricción favorece la clausura del campo, y esta clausura es la que permite operar eficazmente sin tener que reformular una y otra vez los principios que fundamentan la matriz disciplinar. La comunicabilidad de los productos al interior de esta matriz disciplinar suele verificarse, en la actualidad, a través de publicaciones especializadas (sobre cualquier tipo de soporte), conferencias, seminarios, congresos, comunicaciones personales, etc. donde la comunicación asume tanto un carácter vertical y jerárquico (relación docente-discípulo, por ejemplo), como horizontal, modalidad que no sólo favorece sino que incluso propicia y hasta reclama el tránsito y la circulación de información entre pares.

Propongo, en segundo lugar, reservar el concepto divulgación (propagar, poner información al alcance del público) para denotar toda aquella información de carácter científico-tecnológico que se pretende comunicar a un público amplio y heterogéneo de no especialistas.

Partiendo de estas caracterizaciones, tenemos que por su propio carácter, la difusión se integra y atraviesa estructuralmente el proceso mismo de producción de conocimiento científico-tecnológico; entendiendo por tal el desarrollo completo de un proceso que va desde la visualización de problemáticas o cuestiones pendientes, la formulación de hipótesis en el marco del denominado “contexto de descubrimiento” (invención e ideación de soluciones para problemas determinados) que apuntan a dar razón de estas cuestiones, hasta el riguroso proceso de análisis y discusión empleado para someter a control experimental estas hipótesis o los artefactos tecnológicos en el marco del denominado “contexto de validación o justificación”.
La divulgación, en cambio, sólo podrá acaecer con posterioridad a la difusión, una vez que el descubrimiento, sancionado ya como hecho científico e integrado al cuerpo de conocimientos, ha cumplido con las etapas de necesaria circulación al interior del campo disciplinar. Desde ese momento el hecho científico pasará eventualmente a constituirse en noticia a divulgar y la información será para ello traducida desde la jerga disciplinar al habla cotidiana.

Desde esta perspectiva cabe preguntarse entonces qué papel juega la divulgación en el proceso de producción de conocimiento. En otras palabras, ¿qué beneficio –sea lo que sea que esto signifique-proporcionará al científico o al académico que un público muy amplio y heterogéneo esté al tanto de lo que sucede al interior de campos científicos autonómicos, incluso de aquellos más próximos al ciudadano común y corriente y que se presume están estrechamente relacionados con la calidad de vida de ese “gran público”?
¿Acaso la divulgación proveerá ese necesario anclaje en el contexto social? Y de ser así, ¿cómo?
Propondré más adelante que sólo si entendemos la divulgación en el marco de un proyecto de alfabetización científica, imprescindible para generar una cultura científica-tecnológica de masas, será capaz de conseguir ese anclaje.

Pero antes discutiré algunas de las respuestas que se han elaborado intentando dar cuenta de por qué y para qué divulgar. En ese sentido el espectro ha sido amplio y se ha concebido a la tarea de muy diferentes maneras. En efecto, hallamos que se ha visto esta tarea como ornamento que corona una fecunda y laureada labor; como devolución de una hipotética deuda contraída con la sociedad o con alguna de sus Instituciones; como compromiso ético o político contraído con las masas o el público; como mero subproducto del trabajo de investigación; como un instrumento para generar o afianzar su legitimidad social; como vehículo de emancipación ciudadana, etc. La lista de hecho continúa y queda claro que no sólo no ha habido acuerdo al respecto, sino que de este desacuerdo deriva la gran heterogeneidad de abordajes que se han implementado, ya que de la concepción de divulgación que asumamos derivará la manera de entender y proponer la tarea de divulgar.
Por tanto, estimo que es imprescindible definir por qué y para qué divulgar antes de pasar a discutir diseños de estrategias, basándose únicamente en procedimientos de carácter instrumental que eludan esta primera y necesaria definición.


3
Es notorio que desde mediados del siglo XX ha cobrado singular importancia y empuje la idea de que el conocimiento científico-tecnológico debe ser divulgado entre el gran público. Es bueno, asimismo, tener presente que este movimiento en pro de la divulgación coincide precisamente con el fin de la segunda guerra mundial, momento en el cual se constata un salto cualitativo en lo que respecta a producción de conocimientos científico-tecnológicos, ya que durante la Guerra Fría ciencia y tecnología se tornan en instrumentos tanto estratégicos como ideológicos y se potencian aquellas áreas disciplinares a las que se denomina big science.
Ahora bien, frente a esta demanda en pro de la divulgación creo que se impone, al menos, la exigencia de formularnos algunas preguntas: ¿por qué tanto el proceso de producción de conocimiento científico-tecnológico como sus productos, deben ser divulgados? ¿Se lo percibe como una necesidad –en alguno de sus múltiples sentidos- o apenas una extensión o apéndice de la ideología cientificista que ha imperado a lo largo de la modernidad? ¿Acaso este impulso revela la exigencia de enfatizar las bondades de la ciencia y la tecnología, a menudo olvidadas por un público más proclive a impactarse por “los monstruos del Dr. Frankenstein”?
De entre las variadas respuestas posibles escojo la que nos proporciona Fayard:
“Un amplio consenso reina hoy a la hora de reconocer la importancia de contar con un vasto apartado de cultura científico y técnica. No sólo constituye un factor de desarrollo económico, sino que también es un ingrediente esencial de la democracia. En teoría, los individuos que disponen de mayores conocimientos son los actores sociales más imaginativos y productivos. Los ciudadanos cultivados y advertidos no se dejarán engatusar por futuros encantadores envueltos en tal o cual opción tecnológica. La democracia es un proceso continuo, no un estado de hecho, establecido definitivamente.” (FAYARD, 1991: 27)

Independientemente de la opinión que nos merezca la anterior afirmación, y me apresuro a manifestar que en general hago acuerdo con el espíritu que la anima, resulta llamativo observar cómo esta postura en particular, así como la mayoría de la literatura referida a la necesidad de generar estrategias de divulgación de conocimiento científico-tecnológico, dan por supuesto, y prácticamente no discuten, dos circunstancias de singular importancia que me gustaría analizar:
a) en primer lugar, el ya mencionado supuesto de que el conocimiento científico-tecnológico debe ser divulgado a como dé lugar. A raíz de lo cual, y en muchos casos sin mayor explicación, se da por sobreentendido el poder benefactor y/o emancipador (tanto desde el punto de vista del desarrollo individual como del colectivo) que lleva implícita su divulgación. Armados con esta convicción, poco más se precisa para concluir en la necesidad de su propagación. A partir de este sobreentendido las discusiones rápidamente pasan a girar en torno a cómo o dónde o con qué frecuencia o profundidad debe efectuarse esa divulgación y de qué manera hacerle entender a los propietarios de los medios de comunicación (aparentemente menos convencidos o entusiastas) que la divulgación de conocimientos científico-tecnológicos es un buen negocio y no una pieza ornamental o de relleno para cuando falla la nota de actualidad o “bajan” las necrológicas.
b) en segundo lugar, la constatación de la falta de una reflexión a mi juicio imprescindible, y que aparentemente no incomoda mayormente a quienes desarrollan literatura especializada en esta materia: ¿querrá el gran público ser objeto de divulgación? Y en caso de una respuesta afirmativa, que por cierto no va de suyo, ¿por qué y con qué propósito?

En efecto, reitero que antes de analizar condiciones de carácter predominantemente instrumental, preocupadas por indagar qué, cómo y dónde divulgar, debería tenerse en cuenta, a efectos de diseñar primero y optimizar después los resultados de cualquier estrategia de divulgación, que los receptores que conforman esa masa heterogénea denominada “el público” suelen tener sus propias ideas y concepciones sobre la ciencia, la tecnología y el mundo en el que les ha tocado vivir, y que esas ideas y concepciones no necesariamente habrán de coincidir con aquellas esgrimidas por los que con tanto afán y no menor buena intención predican la divulgación.
Una contundente aseveración de Bachelard estimo servirá para ilustrar lo que acabo de señalar:
“Cuando se presenta ante la cultura científica, el espíritu jamás es joven. Hasta es muy viejo, pues tiene la edad de sus prejuicios. Tener acceso a la ciencia es rejuvenecer espiritualmente, es aceptar una mutación brusca que ha de contradecir a un pasado” (BACHELARD, 2000: 16)

No se tratará ya de divulgar una cultura científico-tecnológica entre un público que gustosamente habrá de recepcionarla sin mayor cuestionamiento una vez que se dé en el clavo con el modo y el medio, sino, muy frecuentemente, de cambiar una cultura científico-tecnológica previa, lo que incluye, desde luego, también la indiferencia o el repudio por cualquier cosa que huela a ciencia y tecnología y a lo que a ellas viene asociado o connotado, consciente e inconscientemente. Y esto, desde luego, resulta enormemente problemático, ya que el choque con estas creencias y convicciones sólidamente establecidas e inercias incorporadas no se evita adornando la presentación. Por tanto, entre el emisor y el receptor no media sólo un canal con sus “ruidos técnicos” de fondo, sino también una distancia a menudo erizada de obstáculos, pre-juicios y malentendidos que no habrán de solucionarse sino incluso agudizarse si se insiste en dar al problema un encare meramente instrumental.

Sería bueno tener presente lo que la experiencia señala una y otra vez, y que ya los primeros estudiosos de la comunicación supieron padecer en carne propia cuando constataron que el gran público no es un mero receptor pasivo de mensajes, una especie de masa manipulable que sirve de recipiente a cualquier propósito por el empleo del poder de los medios radiales y audiovisuales. Lejos de ello, suele responder a esos estímulos –en ocasiones muy poderosos- con interpretaciones propias y conductas inesperadas. Esto es, decodificará y significará los mensajes de acuerdo a su propia realidad y haciendo uso de instrumentos de análisis en parte heredados y en parte adquiridos en su proceso de socialización, y acabará por transformar el mensaje original en uno de uso propio y peculiar.[7]
Afortunadamente estos quebraderos de cabeza para comunicólogos han servido para constatar que una mentira o una verdad repetida mil veces, de no mediar otras circunstancias, no se convierte mecánicamente en creencia ni acto de fe; también que para vender un jabón en polvo no basta con poner a un tipo vestido con bata blanca caminando entre probetas, independientemente de la concepción de la ciencia y de la técnica que se haya formulado el o la receptora de esos mensajes publicitarios.
El siguiente ejemplo, extraído del diario de viaje de Charles Darwin, ilustra adecuadamente lo que acabo de expresar:
“Mis investigaciones geológicas provocaban gran asombro entre los chilenos, y pasó mucho tiempo hasta que se convencieron de que no me dedicaba a la localización de minas. En alguna ocasión tuvimos problemas y me pareció que la forma más expeditiva de explicarles mi cometido era preguntar a mí vez por qué no se interesaban ellos en terremotos y volcanes, por qué de unas fuentes salía agua fría y de otras caliente, y por qué había montañas en Chile y ni una en La Plata. Estas simples preguntas bastaron y silenciaron a la mayoría. Sin embargo, algunos (como muchos ingleses que viven todavía en el siglo pasado) creen que tales preguntas eran inútiles e impías, porque es suficiente saber que las montañas las ha hecho Dios” (DARWIN, 1972:172)

Estimo que las reflexiones anteriores invitan por lo menos a considerar a la divulgación de conocimientos científico-tecnológicos como un procedimiento complejo y sistémico; esto es, como una información que transcurre por agentes que, durante el proceso de transmisión, interactúan mutuamente y van modificando, adaptando y reinterpretando los contenidos de la información y la relevancia de la misma conforme evoluciona su derrotero, y conforme viejos, o en ocasiones nuevos, intereses o perspectivas sobre el asunto le añaden significaciones inesperadas.
Debe, a mi juicio, asumirse por parte de quienes trabajan tanto en el ámbito de la divulgación de conocimientos como por parte de quienes la toman como objeto de estudio en sí misma, que se enfrentan a una realidad pura y dura, esto es, la existencia de estos agentes diversos y dispersos interactuando biunívocamente en un proceso de emisión y recepción, con intereses a menudo encontrados o divergentes, lo que, para el caso, puede equivaler a que un mensaje cargado de información estratégica y, a juicio del emisor, de extrema importancia, encuentre un destinatario total y absolutamente desinteresado no sólo en esa información, sino incluso en ser objeto de divulgación científico-tecnológica e información estratégica, cuando en realidad –acaso contestará este hipotético receptor- uno se la pasa tan bien y con mucho menos esfuerzo viendo una reality show. Huelga abundar qué resultará de este tipo de encuentros.

Vale decir, se cometería un gran error si se da por supuesto que la ciencia y la tecnología le importan a todo el mundo, y aún más si se supone que le importan de la misma manera que al científico o al divulgador. Tampoco basta con que se haya proclamado con antelación su relevancia y se orqueste una campaña en ese sentido. Estimo que de ser así de poco servirá que esté expresada en lenguaje “popular”, sencillo y comprensible, o que se la haya montado para su exhibición en una escenografía seductora, rodeada de bloopers, gags y todas las luminarias y efectos que caracterizan a las presentaciones de los medios de comunicación de masas hoy día.
Sostengo, en cambio, que para que esa información resulte eficaz o interesante deber ser antes que nada sentida como relevante por aquellos a quienes va dirigida, aunque este sentimiento no coincida con el del científico o del divulgador.
Pongamos como ejemplo para ilustrar lo anterior un caso ordinario: ¿Cuál será la importancia que un empleado que trabaja doce horas al día, y emplea otras dos, entre idas y vueltas, para trasladarse de su casa a los trabajos, puede otorgarle a los descubrimientos astronómicos realizados gracias a las imágenes que envía el telescopio espacial Hubble, o siquiera deleitarse con esas estupendas imágenes? Y aún más, ¿en qué medida sentirá que esa información constituirá algo decisivo en su vida cotidiana? ¿La modificará o le reportará algún beneficio inmediato? Las eventuales preguntas de este hipotético ciudadano no son extraordinarias, presumo que todos nos las hacemos cuando alguien pretende comunicarnos algo que no nos interesa especialmente o no está en nuestro horizonte de preocupaciones.

Por tanto, ¿qué significa que una información resulte relevante –sentida como tal- para todos aquellos que, pese a su heterogeneidad (de clase, formación, etc.), colocamos en la categoría de gran público? La respuesta involucra muchísimos aspectos que estimo trascienden el ámbito propio de la divulgación, tanto en su faz operativa como en su faz de indagación, pero si se pretende comenzar a elaborar una estrategia eficaz creo que ante todo debemos apuntar a conocer al eventual receptor antes de –insisto- pasar al terreno donde la preocupación fundamental, dando ya por laudada la importancia que la ciencia y la tecnología revisten para todo el mundo y/o su indudable impacto comercial –curiosa aseveración de pobre fundamento-, parece enfocarse exclusivamente en la instrumentación de procedimientos de divulgación científico-tecnológica que la hagan “menos aburrida”, más parecida a los productos de la industria del entretenimiento o cosas por el estilo, a efectos de que llegue a todo el mundo.
No hace falta añadir que, desde este esquema, es notoria la discordancia entre los objetivos planteados, las convicciones de las que se parte y la realidad que ha de tenerse en cuenta para llevarla a cabo.

Sostengo, por tanto, que debemos empezar a pensar en la divulgación (me refiero tanto a la periodística como a la museística) como parte integrante -sin duda una parte de enorme importancia- de un proyecto que necesariamente deberá tener una mayor envergadura y deberá apuntar a desarrollar una cultura científica y tecnológica de masas.
Esto es, considero que si bien la divulgación de conocimientos científicos-tecnológicos, tal como se la ha venido considerando aquí, constituye una parte absolutamente necesaria, pero en modo alguno suficiente, y requiere del complemento de una empresa educativa de mucho mayor aliento que propenda a una verdadera alfabetización científica, concepto sobre el que volveré más adelante.

Sospecho que de no ser debidamente tenidas en cuenta estas circunstancias, sucederá acaso lo que con candor ilustracionista nos relata Humboldt en ocasión de su viaje a fines del siglo XVIII por nuestro continente, pero que con leves diferencias uno suele escuchar cada vez que se difunden los altísimos niveles de audiencia registrados a raíz del baile del caño o episodios similares y los proporcionalmente bajos de programas de divulgación, más allá de loas y premios:
“De todas las producciones de las costas de Araya la que mira el pueblo como más extraordinaria, y podría decirse como la más maravillosa, es la piedra de los ojos. Esta sustancia calcárea es el objeto de todas las conversaciones; y según la física de los indígenas, es a un mismo tiempo piedra y animal. Hállasela en la arena, donde está inmóvil, pero aislada en una superficie lustrosa, por ejemplo, en un plato de estaño o de loza, se mueve cuando se la excita con zumo de limón. Colocado el supuesto animal dentro del ojo, se encoge y expulsa cualquier otro cuerpo extraño que en él se haya introducido accidentalmente. En la salina nueva y en la aldea de Manicuares nos ofrecieron por centenares las piedras de los ojos, y los indígenas se apresuraban a demostrarnos el experimento del limón. Era fácil reconocer que estas piedras son opérculos delgados y porosos que han pertenecido a conchas univalvas. Estos opérculos calcáreos hacen efervescencia con el zumo de limón y se ponen en movimiento a medida que se desprende el ácido carbónico. (...) Las piedras de los ojos, introducidas en ellos, obran como cuentecillas y diferentes semillas redondas, empleadas por los salvajes de la América para aumentar el derramamiento de lágrimas. Poco agradaron estas explicaciones a los habitantes de Araya. Mientras más misteriosa es la Naturaleza, más grande parece al hombre, y la física del pueblo rechaza cuanto posee un carácter de sencillez” (HUMBOLDT, 1962: 706 y 707)

Muchas y variadas consideraciones provoca el párrafo citado, pero retengo solamente aquella que refiere a lo que motiva este trabajo: sin dudas Humboldt intenta lo que cumplidamente denominaríamos hoy día un proceso de divulgación de conocimientos científico-tecnológicos, con el sano propósito de instruir y arrojar luz sobre un comportamiento que se considera motivado por la superstición o la incomprensión, y como tal se halla anclado en una concepción notoriamente falsa de la realidad (según la concepción de realidad imperante en la época), lo cual decididamente retrasa todo progreso científico y técnico ulterior ya que no permite operar sobre las verdaderas causas del fenómeno a efectos de transformarlo en un instrumento práctico y, sobre todo, mejorable en su funcionamiento.
Magnífico. ¿No es esto, palabra más o menos, lo que mueve a tantos desde mediados del siglo XX a propiciar la divulgación de conocimientos científico-tecnológicos? ¿Acaso representa una actitud censurable? De ninguna manera. Pero sucede que se presenta un inconveniente: la gente no admite fácilmente que la divulgación, aun la realizada con los mejores propósitos, venga a subvertir así como así creencias sólidamente asentadas y que, por si fuera poco, y esto es decididamente muy importante al menos desde un punto de vista epistemológico, siguen resultando instrumentos eficaces para solucionar lo que al fin y al cabo se pretendía solucionar.

Estimo que las reflexiones precedentes colaboran para señalar que la divulgación de conocimientos no puede ser considerada aisladamente de otras actividades complementarias que apunten en la misma dirección, y sí en cambio como una empresa de carácter comprehensivo y sistémico que sólo puede dar resultados en la medida que la totalidad de los agentes –emisores y receptores- se sientan involucrados.
Ahora bien, se trata de una empresa ardua y de incierto resultado (lo que no implica, desde luego, que se deba renunciar a seguir adelante con los instrumentos de los que ahora se dispone), pero es importante enfatizar que, tal como se sostuvo anteriormente, sólo puede fructificar plenamente en la medida que forme parte de una empresa mucho mayor, que necesariamente deberá involucrar a la educación, tanto formal como no formal, a efectos de que la información que se divulgue entre los no científicos y entre los que aun siéndolo no son especialistas en esa disciplina, no se resuma exclusivamente a mostrar el resplandor que emiten los artefactos de última generación o los resultados de ciertas investigaciones, aquellas que el periodista, editor o responsable del medio entiende o supone que serán de interés de un público que nunca fue seriamente consultado para saber cuál es realmente su interés. Lo cual no implica que las estrategias de divulgación deban ser confeccionadas a demanda de parte, pero sí que sean contempladas y evaluadas en forma integral las condiciones de los eventuales receptores de la información.

Y a este respecto, vuelvo a insistir, en una primera etapa es preciso dejar de lado toda consideración sobre la manera en cómo esta información debe ser divulgada. Sostengo que aun siendo esta información vertida de la manera más sencilla y comprensible y sólo motivada por un auténtico interés en ilustrar (como el ejemplo que veíamos de Humboldt), caerá en saco roto o en medio de la más profunda indiferencia sino se intenta primero ir mucho más atrás y comenzar por contextualizar la información, planteando ante todo una reflexión que nos interpele sobre si efectivamente el ciudadano común y corriente entiende necesaria, importante o de algún modo relevante, y en qué sentido, para la vida de la comunidad la investigación científico-tecnológica; ésa en particular, sobre la que se pretende informar puntualmente, o acaso sobre la investigación científico-tecnológica en general.
Estimo, por tanto, que sólo se podrá hablar de alfabetización científica y propender a generar una cultura científica y técnica de masas si los agentes involucrados son contestes en implicarse en el proceso, aunque luego reclamen – demanda que quizá no sea del agrado de todos los científicos- participación y decisión en el asunto.



4
Llegados a este punto, y atento a lo anterior, considero que es preciso introducir una nueva distinción, dado que hasta el momento he manejado como una totalidad indiferenciada el concepto de divulgación científico-tecnológica. Desde mi punto de vista, este término comprende habitualmente dos concepciones radicalmente diferentes en lo que refiere a la manera de entender la divulgación. Estimo por lo tanto preciso separar por una parte la popularización del conocimiento (algunos prefieren el concepto “popularización de la ciencia” que considero incompleto por la simple razón de que la ciencia no resume todo el conocimiento), y por otra la alfabetización científica.

Entiendo por popularización del conocimiento la presentación –a menudo rodeada de cierta espectacularidad- de los avances de la investigación científico-tecnológica, ya sea en forma de “descubrimientos” o de artefactos. Esto es, el propósito de privilegiar la exhibición sobre la demostración. Este tipo de presentaciones generalmente apunta a lo exitoso o impactante y responde mayormente a necesidades de relaciones públicas con objetivos comerciales, industriales o políticos, aunque tampoco excluyo al marketing científico, utilizado con frecuencia para generar y rodear de popularidad los productos de la investigación científico-tecnológica (desde robots que juegan al fútbol hasta medicamentos contra enfermedades terribles, pasando por computadoras personales de bolsillo) que mitiguen el temor del gran público por esos ámbitos (campos disciplinares ultra especializados) vedados para el común de los ciudadanos, e incluso peligrosos a juzgar por muchos de sus productos, o a las leyendas que han circulado al respecto. Estas manifestaciones tienen por objetivo engrosar los presupuestos públicos o privados destinados a Investigación y Desarrollo y dotar a las comunidades de investigadores de mayores recursos.
Si bien éste puede resultar a primera vista un propósito loable porque refuerza el protagonismo de la ciencia y la tecnología en el seno de una comunidad, creo sin embargo que el recurso a la espectacularidad de ningún modo convoca ni ayuda, a mi entender, a construir alfabetización de ningún tipo o a generar una cultura que valore la producción científico-tecnológica, tanto en su día a día rutinario como en el esplendor que exhibe en ocasión de sus hazañas, sino más bien a fortalecer la tan extendida cultura del entretenimiento, que acabará colocando al robot y a la vacuna junto al personaje mediático del momento.
Nuevamente recurro a Bachelard:
“Al satisfacer la curiosidad, al multiplicar las ocasiones de la curiosidad, se traba la cultura científica en lugar de favorecerla, se reemplaza el conocimiento por la admiración, las ideas por las imágenes.” (BACHELARD, 2000: 34)

Por otra parte, lo que entiendo por alfabetización científica, al menos la porción de la misma que es posible llevar a cabo desde los medios masivos de comunicación, apunta a explicar más que a mostrar y debe, como se ha dicho anteriormente, comenzar por plantear al “gran público”, y aun antes plantearse a sí misma, no ya por qué es necesario o conveniente divulgar ciencia y tecnología, y por qué y para qué se entiende que es preciso divulgarla, sino ir mucho más atrás y preguntarse y preguntar para qué y por qué ciencia y tecnología. ¿Cualquiera? ¿Alguna? ¿Cuáles serán los criterios de calificación, clasificación y selección? ¿Acaso se favorecerá el desarrollo de aquellas disciplinas que producen “rápidos retornos” o, por el contrario, se propenderá a un desarrollo igualitario, independientemente de la ecuación costo-beneficio? ¿Las ecuaciones costo-beneficio incluyen el conocimiento tácito?[8]

Aunque suene desalentador, creo que hay que empezar por el principio, y el principio es una necesaria contextualización del problema.
Un ejemplo elocuente señala claramente qué entiendo por contextualizar un acontecimiento científico-tecnológico:
“Hacia 1885 se instalaron en la planta de fabricación de segadoras Cyrus McCormick de Chicago modernas máquinas neumáticas de forja, una innovación reciente y con su eficacia aún por probar, con unos costes estimados en 500.000 dólares. En la interpretación económica tradicional de tal suceso se esperaría que esta decisión hubiese modernizado a la fábrica y logrado el tipo de eficacia que generalmente implica la mecanización. Pero el historiador Robert Ozane ha mostrado por qué este desarrollo debe contemplarse en un contexto más amplio. Precisamente en ese momento, Cyrus McCormick II se hallaba envuelto en una lucha contra el sindicato nacional de forjadores. En realidad él veía la utilización de esas nuevas máquinas como una forma de ‘arrancar de raíz los elementos subversivos entre sus trabajadores’, es decir, los trabajadores especializados que habían organizado el sindicato local de forjadores de Chicago. Las nuevas máquinas, manipuladas por trabajadores no especializados, realmente producían resultados de peor calidad a costes más altos que los primitivos procesos. Tras tres años de utilización, las máquinas fueron simplemente eliminadas, pero para entonces ya habían cumplido su misión: la destrucción del sindicato. De esta manera, la historia de estos desarrollos técnicos de la fábrica McCormick no pueden entenderse adecuadamente sin hacer referencia a los intentos de organización de los trabajadores, la política de represión de los movimientos sindicales de Chicago durante aquel período y los sucesos relacionados con el atentado con bomba en Haymarket Square.”
(WINNER, 1985:3)

Esto es, es preciso remontarse más allá de las causas y de las pre-nociones que señalan demasiado claramente en una dirección y “naturalizan” circunstancias, para poner de manifiesto la multiplicidad de factores que están a la base un acontecimiento. En efecto, la cultura científico-tecnológica, tal como la conocemos, no es un hecho “natural”, sino un producto histórico que obedece a una determinada evolución cultural y se ajusta a los patrones y expectativas que esa cultura desarrolló en el contexto de un modo de producción.
¿Acaso esta circunstancia no necesita ser explicada para entender la eficacia que tanto la ciencia como la tecnología ha demostrado tener para operar en ciertos campos? ¿Y por qué será más eficaz en unos que en otros? ¿Será su eficacia, tanto en su papel de productora de saber como de soluciones técnicas, independiente de la necesidad, del contexto o de los objetivos que se plantea cualquier individuo en cualquier comunidad y en cualquier circunstancia? ¿Hay que aceptarla, aunque venga en paquetes etiquetados tómela-o-déjela, cualesquiera sean los contextos de aplicación?

Sólo al cabo de reflexiones colectivas de este tenor, estimo, el público de no especialistas, el “gran público” -todos nosotros, en definitiva- quizá empiece a sentir que el suyo no es el lugar del mero espectador de los resultados de los procesos de producción de conocimientos, sino el de partícipe en las condicionantes del proceso mismo. Como, por ejemplo, quiénes deciden qué proyectos emprender y cuáles desechar y por qué, cómo y por qué se llega a determinar objetivos, cómo se desarrolla el proceso y por qué, cómo se organiza la comunidad de científicos para producir y para validar sus productos antes de sentenciar que algo está “científicamente comprobado” o “que no hay elementos científicos para afirmar tal o cual cosa”, qué significa que se ha tenido éxito o que se ha fracasado en el intento, aspecto que no recoge mayor eco periodístico, pero que, sin embargo, desde un punto de vista educativo es de igual o mayor importancia, incluso, que el éxito. En otras palabras, que el “público en general” posea instrumentos de reflexión para actuar sobre lo producido por la comunidad científico-tecnológica.
Dice Bachelard:
“Para un espíritu científico todo conocimiento es una respuesta a una pregunta. Si no hubo pregunta, no puede haber conocimiento científico. Nada es espontáneo. Nada está dado. Todo se construye” (BACHELARD, 2000: 16)

Estimo que con la introducción del concepto de alfabetización científica y lo que ello implica, podremos esbozar una respuesta a los interrogantes planteados más arriba (final de la sección 2), cuando se planteaba por qué y para qué divulgación de conocimientos; ya que sólo desde el marco de un proceso de alfabetización científica habrá de propiciarse una cultura científico-tecnológica de masas, condición imprescindible tanto para el diseño de planes de divulgación como para la implementación de los mismos, ya que propenderá a una adecuada recepción de la información y su circulación reflexiva al más amplio nivel, lo cual permitirá concretar de ese modo el anclaje en el contexto social al que se hacía mención más arriba. Anclaje que, además, habrá de habilitar una permanente retroalimentación, a varios niveles y de diferentes maneras, entre las comunidades de especialistas y el “gran público”; entre la propia labor de investigación y producción de conocimientos y un medio acaso no ya hostil o indiferente sino dispuesto al diálogo y la participación creativa que apunte a la generación de un “capital humano” indispensable para que las innovaciones, hallazgos, “descubrimientos”, capilaricen a lo largo y ancho de la sociedad.
Quizá resulte interesante reproducir, pensando en estrategias de desarrollo para nuestros países subdesarrollados, lo que expresa Mokyr acerca de por qué la primera Revolución Industrial, a mediados del siglo XVIII, se produce en Gran Bretaña y no en otra parte de Europa:
“Gran Bretaña acaso no tenía una mayor cantidad de conocimiento proposicional disponible para el proceso de invención e innovación, pero sus trabajadores poseían mayores niveles de competencia, por tanto las nuevas técnicas emergentes encontraron un mejor ambiente allí para sus aplicaciones.” (MOKYR, 2005:16)




5
Ahora bien, una vez instalada la necesidad de generar interrogantes e instancias de reflexión que conduzcan a la formación de una cultura científico-tecnológica de masas, queda por delante la tarea nada sencilla de diseñar de la mejor manera estos interrogantes y, desde luego, la posible batería de abordajes a esos interrogantes. En efecto, creo que en la actualidad carecemos no solamente de respuestas decisivas al respecto, y ni que hablar de respuestas sencillas, lo cual a la hora de enfrentarse a un público acostumbrado a encontrar en los medios una cultura del entretenimiento ligero no deja de representar un problema a considerar, por lo cual se deben plantear y planear muy bien las estrategias de divulgación para que éstas no se conviertan en un verdadero fracaso o en una límpida e irrealizable utopía.

Considero que la mejor manera de comenzar a elaborar tanto los interrogantes como sus posibles respuestas será pugnar para que la divulgación insista, a través de todos los medios técnicos y estilísticos a su alcance, en señalar a divulgadores y a quienes aspiran a serlo que el contexto en el que se produce o diseña un producto científico-tecnológico, y el por qué se lo hace y qué lugar ocupa ese proyecto dentro de un programa de investigación frecuentemente mucho más amplio, e incluso interdisciplinar, sea el principal objetivo a elucidar ante el gran público; condición necesaria para que el producto final sea comprendido y aprendido.
En suma y si se me permite la metáfora: apuntar a revelar las peripecias inseguras del trabajo científico, develando así el desarrollo de la intriga entre bastidores, antes de llevar a escena los desenlaces.
Desde mi punto de vista es ésta la función más relevante, al menos en este momento histórico, que debe desempeñar el comunicador especializado en la materia.
La tarea a llevar a cabo es, por cierto, poco sencilla. En primer lugar, el divulgador deberá empaparse de códigos a menudo diferentes de los utilizados en su práctica profesional y en su comunidad, de tal modo que el esfuerzo será similar a aprender una nueva lengua; en segundo lugar, deberá poder articular intereses, motivaciones, significaciones y objetivos en ocasiones distantes y hasta contradictorios; en tercer lugar, deberá ser capaz de atraer el interés tanto de los productores de conocimiento como del público por conjuntos de intereses y códigos mutuamente extraños a efectos de posibilitar el vínculo que propicie la divulgación científico-tecnológica.
Ahora sí, deberá echarse mano las enormes posibilidades comunicacionales que disponen los medios masivos y hacer de ellos y con ellos un uso provechoso y dinámico a efectos de contextualizar históricamente lo que se pretende difundir; situarlo social y políticamente; indagar en la multiplicidad de factores que rodearon su formulación como problema o necesidad a resolver; trazar rutas, aun las truncas; cartografiar alternativas; esquematizar las argumentaciones y discusiones, políticas, técnicas, económicas, ambientales, epistemológicas, que lo precedieron y acompañaron en su trayecto, e incluso aquellas que se instalaron una vez presentado en sociedad y puesto a operar.

Sólo al cabo de reflexiones y discusiones de este tenor, meros prolegómenos a la tarea verdaderamente urgente de establecer una estrategia y una práctica de divulgación, estimo que será provechoso plantearse los aspectos instrumentales, esto es, qué divulgar (criterios para elección del material), cómo divulgar (lenguajes y modalidades de presentación más efectivas) y dónde (a través de cuáles medios) divulgar conocimientos y producciones científico-tecnológicas para que sea efectiva la transmisión de informaciones.









Referencias bibliográficas

_ BACHELARD, Gastón (2000): La formación del espíritu científico, Buenos. Aires., Siglo XXI, 23ª reimpresión
_ DARWIN, Charles (1972): Viaje de un naturalista, Madrid, Salvat.
_ DICK, William (1954): “La science et la presse”, Impact, vol. V, nº 3, pp. 153-186.
_ ECO, Umberto (1993): “¿El público perjudica a la televisión?”, en Sociología de la comunicación de masas, vol. II, M. de Moragas editor, México, G. Gili.
_ FAYARD, Pierre (1991): “Divulgación y pensamiento estratégico”, Arbor, CXL, 551-552, noviembre-diciembre, pp. 27-36.
_ FLECK, Ludwick (1980): La génesis y el desarrollo de un hecho científico, Madrid, Alianza.
_ HUMBOLDT, Alexander (1962): Viaje a las regiones equinocciales, Biblioteca Indiana, Vol. 4, Madrid, Aguilar.
_ KUHN, Thomas (1980): La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE, 4ª reimpresión.
_ MOKYR, Joel (2005): “Long –term economic growth and the history of technology”, borrador de capítulo para Handbook of economic growth, vol 1B, Aghion and Durlauf eds. En http://faculty.wcas.northwestern.edu/~jmokyr/AGHION1017new.pdf
_ WINNER, Langdom (1985): Publicación original: “Do Artifacts Have Politics?” en The Social Shaping of Technology, Mackenzie et al. (eds), Philadelphia, Open University Press. Tomado de www.oei.es/salctsi/winner.htm








[1] L’Academia dei Lincei de Roma en 1601, The Royal Society de Londres en 1662, L’Académie des Sciences de París en 1666 y la Academia de San Petersburgo en 1724.
[2] Tomo las definiciones de círculo esotérico y exotérico de L. Fleck, (FLECK, 1980).
[3] Sin duda muy por detrás de horóscopos, tiras cómicas y crucigramas.
[4] Durante las etapas de institucionalización de la indagación científica, por ejemplo en las sesiones de The Royal Society durante los siglos XVII, XVIII e incluso hasta comienzos del XIX, aun un gentleman (obviamente no un ciudadano “cualquiera”) podía fungir de testigo e interlocutor calificado.
[5] Me refiero, obviamente, a una comunidad científica “ideal” de corte mertoniano, y como tal inexistente en la realidad cotidiana. No obstante y en buena medida, estos factores juegan un papel importante al interior de las comunidades, a la vez no pueden ignorarse otros que distorsionan ese “ideal mertoniano”. Sin embargo por razones de espacio no voy a ahondar aquí en las luchas por la autoridad científica –y la consiguiente subordinación- que se verifican en cada uno de los campos disciplinares, y las consecuencias epistemológicas que de ello devienen a la hora de la toma de decisiones.
[6] Me refiero aproximadamente a aquello que Thomas Kuhn (KUHN, 1980) define como “paradigma” o “ciencia normal”.
[7] Véase por ejemplo a Humberto Eco en (ECO, 1993)
[8] El conocimiento tácito es a grandes rasgos aquel que proporciona un proceso de socialización y una formación educativa de carácter formal y no formal provechosa. No obstante, no se encuentra explicitado en ningún texto o manual, sin embargo es indispensable hasta para lavar los tubos de ensayo sin romperlos.
Ciencia y tecnología, factores claves para la emancipación y un desarrollo sustentable. ¿Pero cómo?
Jorge Rasner
Universidad de la República
Montevideo - Uruguay


Objetivos del trabajo: se intenta dar cuenta de que los procesos de producción de conocimiento científico dependen menos de la iniciativa particular de individuos inspirados que de proyectos que obedecen a una planificación determinada con miras a la ejecución de objetivos precisos –prevalencia industrial, comercial, militar, etc.
Por lo tanto, la desregulación cuasi absoluta que preconizan los defensores acérrimos del liberalismo es una ficción y una mistificación que no se compadece con los procesos vigentes de investigación científico-tecnológica.

Principales hipótesis consideradas: vinculado a lo anterior: el imponente desarrollo que se verifica en el complejo científico-tecnológico conforme evoluciona el modo de producción capitalista se debe a una interesante y poco explorada combinación de la iniciativa y el talento de emprendedores individuales con un marco político que propicia, alienta y subvenciona la empresa, aun a riesgo de que tales inversiones no rindan los frutos que a priori se esperan. En este caso, como en otros tantos donde está involucrado el “factor humano”, las predicciones tienen un carácter estadístico y probabilista. Los resultados, de cualquier modo, indican el acierto de tales políticas.


Una simple mirada sobre el panorama que ofrece el desigual desarrollo económico internacional permite percibir sin dificultad que la prosperidad de las naciones –tal como se la entiende desde la perspectiva ideológica dominante- ha ido y va de la mano del desarrollo científico-tecnológico y su impresionante cascada de innovaciones.
Ahora bien, se trata de averiguar por qué y de qué manera se inserta la generación de conocimiento científico-tecnológico en el contexto productivo general, y cuál es el mejor modo de procesar esa fructífera inserción, ya que esta asociación dista de ser mecánica y sus resultados no se ajustan a una sencilla relación de causa y efecto. Por el contrario, los puntos de vista sobre el particular son variados y es igualmente compleja la interrelación de los factores e insumos que finalmente inciden en los resultados.
Las perspectivas disponibles tienden a privilegiar alguno de estos factores en detrimento de otros, lo que arroja frecuentemente percepciones distorsionadas por toda suerte de reduccionismos que contribuyen poco a esclarecer esta relación. Sin embargo, la tarea por conseguir una mejor clarificación del funcionamiento del complejo científico-tecnológico-productivo (en su más amplia acepción) se impone con absoluta prioridad, sobre todo si se tiene en cuenta la imperiosa necesidad de los países dependientes y periféricos por instrumentar políticas científico-tecnológicas acordes con un desarrollo social tan necesario y urgente como, hasta el presente, postergado.

Y tal es el propósito en el que se inscribe este trabajo, que nace de algunas reflexiones que ha suscitado el artículo de Rosemberg y Birdzell que lleva por título “La ciencia y la técnica, tras el milagro de Occidente”[1]
El artículo en cuestión tiene ya más de una década de publicado y desde entonces ha corrido mucho agua bajo los puentes y han sucedido acaso más cosas de las que en el momento de ser escrito cabía suponer; entre ellas, y quizá la más importante, fue la definitiva disolución del mundo bipolar que se había consolidado a partir del fin de la guerra “caliente” de mediados del siglo 20.
La tesis principal de los autores se expresa en pocas palabras y de hecho se resume en el copete que encabeza el artículo:

“La estrecha vinculación entre el auge del conocimiento científico y el avance técnico ha permitido a las economías libres de las naciones occidentales alcanzar una prosperidad sin precedentes” (p. 4)

La pregunta es, entonces, por qué esa notable y eficaz combinación de ciencia y tecnología posibilitó que algunas economías de unas pocas naciones de Europa occidental emergieran desde el siglo 15 como verdaderas potencias industriales capaces de imponer al resto del mundo su modo de producción y una división internacional del trabajo que actuara en beneficio de sus clases dominantes; dando inicio, así, a un proceso que lleva ya varios siglos de instaurado y al que hoy, plenamente manifiesto y triunfante, denominamos como “globalización” o “mundialización”.
Es en realidad una pregunta a dos bandas que merecería respuestas bastante semejantes, aunque nuestros autores sólo privilegien una de ellas. En efecto, la pregunta es válida no sólo para intentar explicar lo que sucede hoy o sucedía hace una década, sino que también apunta a aquel período decisivo de la historia mundial en el que se concreta la revolución que dará paso a la Modernidad. ¿Por qué en aquel entonces (siglos 16, 17 y 18) fueron esas economías y no otras las que dieron un salto cualitativo de tal magnitud? La pregunta también es pertinente dado que esas formaciones culturales ni siquiera contaban de respaldo con un conocimiento científico y tecnológico propio que les permitiera dar ese salto; necesitaron apropiarse de conocimiento ajeno (los famosos adelantos técnicos que ya manejaba desde mucho antes la cultura china, por ejemplo) para emprender sus viajes y sus posteriores políticas coloniales e imperiales, dando de esta manera comienzo a un periplo que aún no ha acabado.
En uno y otro caso la respuesta parece ser similar, y en ambos la ciencia y la tecnología juegan un papel decisivo. Pero, desde luego, no son por sí solas causas absolutas, sino que requirieron siempre de un andamiaje que posibilitara su adecuada reformulación e inserción a un complejo que clamaba por su auxilio.
En este trabajo tampoco se avanzará sobre los motivos que llevaron a aquella conjunción que posibilitó la revolución moderna. En cambio recorreremos los argumentos de nuestros autores a efectos de examinar las presuntas ventajas que las “economías libres” prometen en cuanto a prosperidad de la mano de la ciencia y la técnica. Y si bien es cierto que aquel mundo bipolar que enfrentaba “economías libres” a “economías dirigidas” ya no existe –al menos planteado en esos términos-, no por ello han perdido vigencia las tesis del artículo en cuestión, sobre todo si de su examen logramos extraer algunas conclusiones en vista a la realidad que exhiben la mayoría de los países latinoamericanos, principiando el siglo 21, con economías frágiles y aún dependientes, industrias transplantadas “llave en mano” con muy poca generación propia de innovaciones tecnológicas importantes –cuando no un parque industrial arruinado, devastado u ocioso- y escaso desarrollo científico-tecnológico comparado al que registran las economías desarrolladas. (Mídase como se lo mida: inversión en I+D respecto a PBI, número de científicos o tecnólogos por habitante, etc.)

Desde el comienzo de su artículo nuestros autores esbozan claramente cuál será la cuestión de la que habrá que dar cuenta:

“... alrededor de 1800 fue haciéndose notorio que si en Europa iba en aumento la minoría que contaba con ingresos superiores a los del nivel de mera subsistencia, ello se debía, al menos en parte, a que la ciencia y la técnica progresaban aquí más deprisa que las de cualquier otra zona del mundo. (...) El proceso de desarrollo y transformación se aceleró durante el siglo XIX y ha continuado a lo largo del XX. A este período sin igual de crecimiento económico prolongado, que ha hecho al mundo occidental manifiestamente más rico y poderoso que el resto, lo llaman a veces los historiadores ‘el milagro de Occidente’”. (p. 4)

Cabe preguntar cómo fue esto posible. O incluso, ¿ese descomunal aumento de la renta fue sólo posible por el concurso mancomunado de ciencia y tecnología? (Nótese de paso que el fenómeno sólo se examina desde el punto de vista estrictamente estadístico de la renta per cápita.)

Rosenberg y Birdzell comienzan por descartar (de manera bastante sumaria por cierto) la incidencia del imperialismo como elemento motor de este desarrollo; aduciendo que en cualquier caso es difícil establecer una correlación clara entre imperialismo y prosperidad de los países centrales. En efecto, monarquías que habiendo perpetrado uno de los mayores despojos –si no el mayor- que registra la historia, como es el caso de la España colonial e imperial –bastante menor en el caso de Portugal-, igualmente no capitalizaron proporcionalmente esa condición. En cambio otros, en principio ajenos a la empresa conquistadora, como es el caso de Suecia, Noruega, Suiza, etc., sí capitalizaron, al parecer, de manera más adecuada el botín; a veces por vías verdaderamente intrincadas de servicios financieros, otras por poseer manufactureras que suministraban elementos claves para la conquista, etc. Por otra parte, algunas de las monarquías más prósperas del concierto europeo con decidida vocación imperialista –fundamentalmente Inglaterra y en menor proporción Francia- ya esbozaban un relativo desarrollo manufacturero o al menos se encaminaban en esa dirección antes de que diera comienzo la aventura colonial.
De acuerdo con lo que esta perspectiva parece indicar, el imperialismo no sería más que una condición acaso necesaria pero de ningún modo suficiente para explicar el auge de las economías occidentales. En otras palabras: sólo se capitalizarían situaciones favorables como las precedentes cuando preexiste un contexto que si no las anticipa, por lo pronto las requiere e integra para un programa de expansión comercial cuando menos esbozado o ya en pleno rodaje.
La propuesta desde luego no es nueva, similar consideración cabría hacer en torno al advenimiento de la primera Revolución Industrial, acaecida en la Inglaterra de mediados del siglo 18. En efecto, la inserción de la máquina de vapor a la industria minera y textil, que permite una inusitada expansión de la energía mecánica, constituye el factor clave de su posterior desarrollo, pero no es de ningún modo causa primera de esa Revolución.

Tampoco, según nuestros autores, sería posible establecer una correlación estricta entre disponibilidad de recursos naturales y desarrollo nacional o zonal de la renta y la riqueza (aun tomada en términos estadísticos per cápita). Y esto sin duda es así, ya que por sí mismos no expresan más que su mera existencia material. Los recursos naturales, sean del tipo que sean, sólo son valiosos –es decir, cobran existencia como tales cuando se los vincula a una función o proyecto determinados- en la medida en que puedan utilizarse exitosamente para la consecución de esos objetivos. En otras palabras: los recursos naturales de ningún modo son en sí mismos valiosos con independencia del contexto en el que se los explote. Su simple percepción es apenas un detalle de la geografía.
Nuevamente aquí el contexto previo explica cómo y por qué algo es valioso y en función de qué. La sola presencia sin propósitos productivos de un recurso (oro, metales preciosos, forestas, vías de comunicación, petróleo, etc.) no sería desde esta perspectiva todavía capital productivo sino mero accidente paisajístico o simple amontonamiento de materiales; algo así como la bóveda de Rico MacPato.

Estas dos líneas argumentales, si bien sumariamente tratadas como ya se ha dicho, ponen de manifiesto, sin embargo, elementos que es preciso tener en cuenta; entre los cuales acaso el de mayor importancia refiere a la necesaria existencia de un ámbito previo que pueda sacar el mayor partido posible de las ventajas que se ofrecen. Y ese ámbito será, para nuestros autores, el de una política de desarrollo económico que enlace estas circunstancias con una explotación eficiente –económicamente hablando y desde la perspectiva del modo de producción capitalista, desde luego- de todos los recursos que se ponen en juego. Y ese plan incluye, claro está, la decidida explotación de esos recursos con el auxilio de un saber técnicamente orientado que provendrá, desde el siglo 16 en adelante, de los ámbitos científico y tecnológico.

Para ello harán falta, entonces, decisiones fundamentalmente políticas que liguen no ya la técnica con la producción (asociación más o menos tradicional y frecuente de factores), sino que incorporen la producción de saber científico, desde los centros en los cuales se genera y a través de sus correas “naturales” de transmisión (ingenieros, tecnólogos e industriales innovadores), a ese proceso de producción industrial. Constituyéndose de esta forma un complejo de generación y aplicación del saber que actúa y reactúa de continuo sobre sí mismo. (Un brillante ejemplo de este proceso fue la creación, durante los tempranos albores de la modernidad, de la École Polytechnique en la Francia revolucionaria.)
Precisamente de la constitución y consolidación de este complejo proviene lo que Rosenberg y Birdzell denominan “milagro de Occidente”:

“Para explicar el milagro económico de Occidente y su relación con la ciencia, hemos de considerar ante todo algunas de las causas del gran éxito alcanzado por la ciencia occidental, logro que merece por sí solo el título de ‘milagro’. Una de tales causas es que la ciencia occidental se ha organizado mejor para arrancarle sus secretos a la naturaleza y ha empleado en ello mayores recursos que los utilizados por la ciencia en otras culturas”. (p. 5)

Ahora bien, independientemente de un cúmulo de observaciones de carácter epistemológico que podrían hacerse sobre esta afirmación, es preciso señalar, al menos, una que importa a los efectos de la argumentación: la ciencia occidental se ha organizado para arrancar aquellos “secretos” (y no todos los secretos) a la naturaleza que convienen a los fines propuestos. Desde esta perspectiva –y sólo desde ella- es posible afirmar que la organización del conocimiento científico ha ciertamente alcanzado ribetes espectaculares. En otras palabras: la organización del conocimiento está siempre necesariamente emparentada con alguna finalidad que se expresa desde el colectivo en la cual se inserta. Lo que no implica, desde luego, que sea un simple reflejo del mismo, ya que es posible percibir históricamente una autonomización del saber producido en las diferentes disciplinas que componen el campo científico debida a su propia dinámica interna, la que asume muchas veces dimensiones imprevistas. (Un buen ejemplo lo constituye la relación establecida entre la necesidad de perfeccionamiento de la máquina de vapor y el desarrollo de la Termodinámica.) No obstante, es necesario enfatizar que es a partir de esos propósitos y acaso de aquellas finalidades apenas entrevistas desde donde será posible juzgar la potencia de sus logros.

Así, la estrecha vinculación entre ciencia, tecnología y producción industrial y de servicios no es una consecuencia más o menos natural del devenir histórico, y mucho menos una consecuencia aleatoria. Pero tampoco el desarrollo científico-tecnológico que se ha verificado en occidente expresa de buenas a primeras una superioridad absoluta sobre “la ciencia de otras culturas”. Aunque esta discusión es harina de otro costal.

Lo concreto es que en Europa, ya desde el siglo 15, se perciben señales que propician la reunión de sabios dotados de los medios necesarios para el desarrollo de su saber y los destinatarios o principales interesados en aplicarlo (el centro de estudios fundado, equipado y auspiciado por Enrique el Navegante de Portugal para el mejoramiento de las condiciones de navegación de cabotaje alrededor de África es un buen ejemplo de ello, y presumiblemente el primero en Europa con estas características). Labor conjunta que precisamente asegura, o al menos encamina, a que se arranquen esos secretos que es menester arrancar.
Insisto en este punto porque no es menor y su importancia a mi entender excede la de una simple precisión académica. En efecto, si se pretende indagar en las causas que convirtieron a la organización del conocimiento durante la modernidad en ese instrumento tan eficaz, entonces no es conveniente soslayar el hecho de que resulta una empresa montada con finalidades bien definidas, aunque, desde luego, no tienen por qué (de hecho no lo hacen) agotarse en ellas.
Quizá se objetará que una visión tal de la ciencia peca de instrumentalista, y, por cierto, así es. Pero es indispensable tener bien en claro cuál es el verdadero carácter de esta organización peculiar del conocimiento para no deslizarse por concepciones ideologizadas que revelan una concepción de la realidad muy pocas veces ingenua y casi siempre interesada.

Así, desde Enrique el Navegante pasando por los diferentes institutos y sociedades (École Polytechnique, Royal Society, etc.) que esta organización del conocimiento creyó preciso darse, se promueve y privilegia el desarrollo y la producción de un saber práctico y utilitario. Ya en el siglo 19 nos encontraremos con una vasta red de instituciones dedicadas a tal fin, desperdigadas en aquellos países que, no casualmente, lideraron y aún lideran el proceso de producción científico-tecnológico.
Opinan nuestros autores:

“ La ciencia occidental se había convertido (albores del siglo 19) en una institución que contaba con una amplísima finalidad general (la de explicar los fenómenos naturales), una división del trabajo en departamentos especializados con sus propias finalidades subsidiarias, una red de información que tenía a sus miembros al tanto de todos los progresos, un sólidos sistema de crítica y revisión para evaluar los trabajos nuevos y dirimir los conflictos, centros dedicados en toda regla a la docencia e investigación, y una serie de premios para recompensar el trabajo que fuese estimado favorablemente por la comunidad científica”. (p. 6)

Una vez más la imagen que transmiten Rosenberg y Birdzell es sensiblemente más idílica de lo que la realidad señala; de cualquier modo no es completamente incorrecta, ya que al menos esta concepción del trabajo científico funcionaba –y funciona- como un paradigma válido al cual la comunidad científica sentía –y siente- que es preciso aproximarse cada vez más. Paradigma que, incidentalmente, los define como tales.
Sea como sea, aquí ya están efectivamente dados todos los elementos que convertirán a la organización del conocimiento durante la modernidad en una empresa de notable rendimiento. (Cualquier semejanza con la instrumentación de una nueva modalidad de producción industrial llevada a cabo por un tal Ford un siglo después no es mera casualidad)
Si a esto sumamos además la adopción de un único patrón de verdad científica basado en la observación, el razonamiento, el experimento y su posibilidad de reproducción (control) por parte de otros integrantes de la comunidad, será posible comprender definitivamente su potencia arrolladora.

De este modo la técnica –y los técnicos- se constituyen desde entonces en los intermediarios entre el saber qué y el saber cómo. Vale decir, desde su rol de protagonistas auscultan de continuo las necesidades emergentes en los ámbitos productivos y las siempre conflictivas relaciones sociales que éstos desencadenan, y las trasladan a los ámbitos de producción del saber en un ida y vuelta que acelera cada vez más su dinámica conforme se establece una retroalimentación permanente, generando esa espiral de desarrollo que marca a fuego nuestra realidad cotidiana.

Ahora bien, explicado, al menos en forma sumaria, el “milagro de Occidente”, nuestros autores se entregan a la tarea de explicar asimismo por qué otras formaciones culturales no consiguieron similares tasas de evolución, incluyendo, de paso, al notable retraso en la materia y en la renta per cápita que exhiben nuestras maltrechas economías tercermundistas.
Su respuesta es rápida y contundente: nunca pudieron ni pudimos establecer esa necesaria vinculación entre la generación del saber qué y las actividades económicas que lo requieren para un óptimo desarrollo.
Más allá de la simpleza de la aseveración y del sinfín de cuestiones con las que cabría matizar ese brochazo grueso, es notorio que tampoco carecen de la intuición para señalar un punto candente. Nuestras instituciones productoras de saber y los ámbitos donde ese saber –u otro saber- podría haber resultado útil se han empeñado en darse la espalda mutuamente. Tampoco esta circunstancia es casual o caprichosa, aunque excedería los propósitos de este trabajo acometer la tarea de detallarla.[2]
Al respecto opinan nuestros autores:

“La técnica, que es la intermediaria entre el conocimiento científico y la actividad económica, se desarrolla a partir de las necesidades y de las instituciones locales; su aplicación económicamente correcta supone algo más que un sistema de enseñanza.
Para que haya crecimiento económico se requiere el acierto de adaptar las técnicas productivas a las necesidades locales”. (p. 8)

Desde luego, como ya se ha dicho, la asociación más o menos efectiva entre técnica y producción proviene desde el comienzo de los tiempos. Lo que incorpora de novedoso la modernidad es la necesidad de insertar, también, a la ciencia –ese invento de la modernidad- en esa asociación. De este modo no sólo se aumenta el número de socios, sino que se concreta una instancia de acción sinérgica donde cada uno de los integrantes de la tríada se explica en relación con los otros. Definiendo así un tipo de organización peculiar del conocimiento.
Y, claro está, sostienen con razón nuestros autores, no basta sólo con impartir clases de “ciencias” en los sistemas formales de enseñanza para que esta asociación se concrete. La ciencia inserta en el modo de producción capitalista no es ni puede ser nunca un mero pasatiempo para discusiones entre gente “culta” en salones de moda, sino que son en extremo prioritarias las decisiones que promuevan su profesionalización y su inserción al complejo productor-reproductor.[3]
De allí que resulte tan importante para el sistema científico moderno (fundamentalmente desde el siglo 19 a la fecha) no sólo el afianzamiento de sus condiciones de producción a través de una compleja y extensa red institucional, sino, también, de adecuadas condiciones de reproducción de su modo de producción. Esto es –y para aligerar el trabalenguas-, la implementación de una red de enseñanza paralela y coadyuvante al desarrollo del sistema científico que tienda a consolidar y propagar en forma excluyente aquellas características que se mencionaron más arriba y lo definen como tal, independientemente de las peculiaridades de cada disciplina: único patrón de verdad científica basado en la observación, el razonamiento como único recurso argumental, el experimento y el mutuo control de resultados que efectúa la propia comunidad de científicos.

Para nuestros autores esta ágil combinación finalmente conseguida dependió menos de disposiciones centralmente tomadas y asumidas por el conjunto de los empresarios-emprendedores, que de la oportuna intervención de los agentes económicos que supieron extraer de ella todo el beneficio que es capaz de brindar, de acuerdo a la propia dinámica que impone el mercado. Dando por sentado que aquellas decisiones que eventualmente se toman desde estructuras altamente centralizadas, ajenas por su constitución a esta dinámica claramente oportunista de corte decididamente darwiniano, suelen caer en anquilosamientos que retrasan el desarrollo de una organización del conocimiento sometida –y en cierto modo sumisa- a esta función.
La propuesta de Rosenberg y Birdzell no es, por cierto, original; ya Schumpeter había trabajado sobre similares premisas. Lo que ofrece de novedoso es el contexto político desde la cual se expresa, exaltando –por así decirlo- el éxito del neoliberalismo como corriente ideológica al parecer arrolladora frente a la, por entonces, todavía incierta implosión del modelo soviético, el jaqueado estado de bienestar en los países de Europa occidental y el proteccionismo dirigista ensayado por algunas economías del tercer mundo.

De cualquier manera habría que tener en cuenta la suma total de éxitos y fracasos (y cómo y por qué y a qué costo) a efectos de lograr un panorama claro en torno a si el “laissez faire”, casi siempre cortoplacista y en cierta forma incompatible con empresas de largo aliento y amplio presupuesto como los que cada vez con mayor frecuencia exigen los actuales programas de investigación científica (proyecto genoma humano, aceleradores de partículas, investigación aeroespacial, sólo para dar unos pocos ejemplos)[4], registra efectivamente ventajas comparativas como las que se pregonan sobre aquellos modelos de desarrollo y organización científica que centralizan y dirigen las decisiones en la materia.
Como siempre, no hay que dejar que los sucesos glamorosos impidan ver las largas y a menudo oscuras sagas de fracasos que éstos encubren.
De cualquier forma nuestros autores no ahorran halagos al “laissez faire”, aunque sin dejar de reconocer –por obra y gracia de esa inconsistencia siempre caritativa de los razonamientos ditirámbicos- que el mercado no es en todos los ámbitos lo suficientemente atractivo como para promover por sí solo el “interés” de la iniciativa privada. Quién si no entonces el defenestrado Estado, la Administración Central o lo que sea que dirija o determine será el encargado de poner fondos a disposición para promover una estrategia y que, ahora sí, la empresa privada retome el “interés” en asuntos científico-tecnológicos de carácter general o de incierto retorno. Los ejemplos del impacto movilizador que supone la liberación y aplicación de estos fondos son tan abrumadores, y es tal la escalada de innovaciones que suelen sucederlos, que huelga abundar en mayores comentarios.
Si es peculiar, por llamarlo de alguna manera, el pensamiento de los partidarios del “laissez faire” (que tan pronto descreen del papel de los organismos rectores como acuden a ellos cuando el mercado no proporciona el auxilio), queda sin embargo claro que, tal como todo parece indicar, es imposible pretender hoy un desarrollo sustentable del complejo científico-tecnológico sin contar con cuando menos un cierto apoyo de factores no enteramente determinados por el flujo de la oferta y la demanda y dotados con capacidad de inversión relevante. Factor que se refuerza en el caso de países dependientes, empobrecidos y con escasa o nula capacidad empresarial autónoma para proveer ese sustento en forma continuada y a escala.

Así pues, desde esta perspectiva, no sería posible la construcción de un sistema de producción científico-tecnológico librado exclusivamente a la aleatoriedad que imponen los mercados o a las demandas –más o menos inducidas, más o menos genuinas- que parten de los consumidores.
Lo anterior no desmerece en lo más mínimo el mentado “milagro de Occidente” (puesto en términos de multiplicador –y no por cierto de justo distribuidor- de la renta y las riquezas[5]), sino que a mi entender lo ubica en un marco más preciso que no apela al injustificable extremismo de esa mistificación del empresario oportunista, decidido y sin ataduras, como motor de desarrollo e innovación, y sí, en cambio, como uno de los factores del proceso, y, ¿por qué no?, acaso de los más importantes dentro del modo de producción capitalista.

La aparente dicotomía –si es que hay tal- no siempre tiene que resolverse apelando a uno de los extremos. La percepción que emerge de la marcha de los procesos científico-tecnológicos en aquellos países o regiones que apuestan a su sistemático –y en algunos casos planificado- desarrollo indica que la adecuada combinación de todos los agentes implicados rinde mayores dividendos que lo que un purismo ideológico o una devoción principista nos inducen a ver.
Por lo mismo, apelar a una activa participación de organismos directrices (planificación de objetivos, decisiones sobre sectores estratégicos, detección de capacidad ya instalada, etc.) y canalizadores de los flujos de inversión (léase, por ejemplo, Estado a través de alguna secretaría verdaderamente competente) que sinteticen las aspiraciones de los involucrados, no equivale automáticamente a instituciones anquilosadas por una burocracia probablemente impune y casi siempre sobreviviente a cualquier tipo de error. Muy por el contrario, no haría más que emular uno de los muy buenos ejemplos con los que contamos para intentar la multiplicación de la riqueza que nos ha legado la modernidad.







[1] “Investigación y Ciencia” – Nº 172, Enero de 1991. Pp 4-12

[2] Alción CHERONI – Políticas científico-tecnológicas en el Uruguay del siglo XX. Facultad de Humanidades y Ciencias. Montevideo, 1988.

[3] La ciencia “liberada” de ese compromiso con el sistema productivo será otra entidad cualitativamente diferente a la que impera, y seguramente propenderá hacia otro horizonte. Los motivos que llevaron a la fundación de la Facultad de Humanidades y Ciencias a instancias de Vaz Ferreira en el Uruguay relativamente próspero de la década del 40 (la búsqueda del conocimiento por el conocimiento en sí mismo) tal vez nos den un buen ejemplo de ello.
[4] No olvidemos cómo J K Galbraith en un desesperado intento por explicar la verdadera naturaleza del capitalismo –y evitar su eventual réquiem-, se afanaba por demostrar que la ley antimonopolios imperante en la legislación estadounidense es un craso error dado que impide la consolidación de megaempresas con capacidad de innovación casi ilimitada y no condicionada por la asfixiante competencia darwiniana que desata el desarrollo de las relaciones de producción en el marco del modo de producción capitalista.
[5] En verdad sólo es posible referirse al aumento de la riqueza que promueve el modo de producción capitalista desde la muy estrecha perspectiva del concepto de “renta per cápita”. Desde una perspectiva que abarque el conjunto de elementos que se ponen en juego durante el proceso productivo, el modo de producción capitalista es un sistema altamente entrópico y dispendioso que requiere de ingentes cantidades de insumos para su funcionamiento. Lo que se refleja, entre otras cosas de no menor importancia, en la enorme dilapidación de recursos naturales (y su consecuente e irreparable pérdida) que comporta la explotación industrial moderna y contemporánea.