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Ciencia y tecnología, factores claves para la emancipación y un desarrollo sustentable. ¿Pero cómo?
Jorge Rasner
Universidad de la República
Montevideo - Uruguay


Objetivos del trabajo: se intenta dar cuenta de que los procesos de producción de conocimiento científico dependen menos de la iniciativa particular de individuos inspirados que de proyectos que obedecen a una planificación determinada con miras a la ejecución de objetivos precisos –prevalencia industrial, comercial, militar, etc.
Por lo tanto, la desregulación cuasi absoluta que preconizan los defensores acérrimos del liberalismo es una ficción y una mistificación que no se compadece con los procesos vigentes de investigación científico-tecnológica.

Principales hipótesis consideradas: vinculado a lo anterior: el imponente desarrollo que se verifica en el complejo científico-tecnológico conforme evoluciona el modo de producción capitalista se debe a una interesante y poco explorada combinación de la iniciativa y el talento de emprendedores individuales con un marco político que propicia, alienta y subvenciona la empresa, aun a riesgo de que tales inversiones no rindan los frutos que a priori se esperan. En este caso, como en otros tantos donde está involucrado el “factor humano”, las predicciones tienen un carácter estadístico y probabilista. Los resultados, de cualquier modo, indican el acierto de tales políticas.


Una simple mirada sobre el panorama que ofrece el desigual desarrollo económico internacional permite percibir sin dificultad que la prosperidad de las naciones –tal como se la entiende desde la perspectiva ideológica dominante- ha ido y va de la mano del desarrollo científico-tecnológico y su impresionante cascada de innovaciones.
Ahora bien, se trata de averiguar por qué y de qué manera se inserta la generación de conocimiento científico-tecnológico en el contexto productivo general, y cuál es el mejor modo de procesar esa fructífera inserción, ya que esta asociación dista de ser mecánica y sus resultados no se ajustan a una sencilla relación de causa y efecto. Por el contrario, los puntos de vista sobre el particular son variados y es igualmente compleja la interrelación de los factores e insumos que finalmente inciden en los resultados.
Las perspectivas disponibles tienden a privilegiar alguno de estos factores en detrimento de otros, lo que arroja frecuentemente percepciones distorsionadas por toda suerte de reduccionismos que contribuyen poco a esclarecer esta relación. Sin embargo, la tarea por conseguir una mejor clarificación del funcionamiento del complejo científico-tecnológico-productivo (en su más amplia acepción) se impone con absoluta prioridad, sobre todo si se tiene en cuenta la imperiosa necesidad de los países dependientes y periféricos por instrumentar políticas científico-tecnológicas acordes con un desarrollo social tan necesario y urgente como, hasta el presente, postergado.

Y tal es el propósito en el que se inscribe este trabajo, que nace de algunas reflexiones que ha suscitado el artículo de Rosemberg y Birdzell que lleva por título “La ciencia y la técnica, tras el milagro de Occidente”[1]
El artículo en cuestión tiene ya más de una década de publicado y desde entonces ha corrido mucho agua bajo los puentes y han sucedido acaso más cosas de las que en el momento de ser escrito cabía suponer; entre ellas, y quizá la más importante, fue la definitiva disolución del mundo bipolar que se había consolidado a partir del fin de la guerra “caliente” de mediados del siglo 20.
La tesis principal de los autores se expresa en pocas palabras y de hecho se resume en el copete que encabeza el artículo:

“La estrecha vinculación entre el auge del conocimiento científico y el avance técnico ha permitido a las economías libres de las naciones occidentales alcanzar una prosperidad sin precedentes” (p. 4)

La pregunta es, entonces, por qué esa notable y eficaz combinación de ciencia y tecnología posibilitó que algunas economías de unas pocas naciones de Europa occidental emergieran desde el siglo 15 como verdaderas potencias industriales capaces de imponer al resto del mundo su modo de producción y una división internacional del trabajo que actuara en beneficio de sus clases dominantes; dando inicio, así, a un proceso que lleva ya varios siglos de instaurado y al que hoy, plenamente manifiesto y triunfante, denominamos como “globalización” o “mundialización”.
Es en realidad una pregunta a dos bandas que merecería respuestas bastante semejantes, aunque nuestros autores sólo privilegien una de ellas. En efecto, la pregunta es válida no sólo para intentar explicar lo que sucede hoy o sucedía hace una década, sino que también apunta a aquel período decisivo de la historia mundial en el que se concreta la revolución que dará paso a la Modernidad. ¿Por qué en aquel entonces (siglos 16, 17 y 18) fueron esas economías y no otras las que dieron un salto cualitativo de tal magnitud? La pregunta también es pertinente dado que esas formaciones culturales ni siquiera contaban de respaldo con un conocimiento científico y tecnológico propio que les permitiera dar ese salto; necesitaron apropiarse de conocimiento ajeno (los famosos adelantos técnicos que ya manejaba desde mucho antes la cultura china, por ejemplo) para emprender sus viajes y sus posteriores políticas coloniales e imperiales, dando de esta manera comienzo a un periplo que aún no ha acabado.
En uno y otro caso la respuesta parece ser similar, y en ambos la ciencia y la tecnología juegan un papel decisivo. Pero, desde luego, no son por sí solas causas absolutas, sino que requirieron siempre de un andamiaje que posibilitara su adecuada reformulación e inserción a un complejo que clamaba por su auxilio.
En este trabajo tampoco se avanzará sobre los motivos que llevaron a aquella conjunción que posibilitó la revolución moderna. En cambio recorreremos los argumentos de nuestros autores a efectos de examinar las presuntas ventajas que las “economías libres” prometen en cuanto a prosperidad de la mano de la ciencia y la técnica. Y si bien es cierto que aquel mundo bipolar que enfrentaba “economías libres” a “economías dirigidas” ya no existe –al menos planteado en esos términos-, no por ello han perdido vigencia las tesis del artículo en cuestión, sobre todo si de su examen logramos extraer algunas conclusiones en vista a la realidad que exhiben la mayoría de los países latinoamericanos, principiando el siglo 21, con economías frágiles y aún dependientes, industrias transplantadas “llave en mano” con muy poca generación propia de innovaciones tecnológicas importantes –cuando no un parque industrial arruinado, devastado u ocioso- y escaso desarrollo científico-tecnológico comparado al que registran las economías desarrolladas. (Mídase como se lo mida: inversión en I+D respecto a PBI, número de científicos o tecnólogos por habitante, etc.)

Desde el comienzo de su artículo nuestros autores esbozan claramente cuál será la cuestión de la que habrá que dar cuenta:

“... alrededor de 1800 fue haciéndose notorio que si en Europa iba en aumento la minoría que contaba con ingresos superiores a los del nivel de mera subsistencia, ello se debía, al menos en parte, a que la ciencia y la técnica progresaban aquí más deprisa que las de cualquier otra zona del mundo. (...) El proceso de desarrollo y transformación se aceleró durante el siglo XIX y ha continuado a lo largo del XX. A este período sin igual de crecimiento económico prolongado, que ha hecho al mundo occidental manifiestamente más rico y poderoso que el resto, lo llaman a veces los historiadores ‘el milagro de Occidente’”. (p. 4)

Cabe preguntar cómo fue esto posible. O incluso, ¿ese descomunal aumento de la renta fue sólo posible por el concurso mancomunado de ciencia y tecnología? (Nótese de paso que el fenómeno sólo se examina desde el punto de vista estrictamente estadístico de la renta per cápita.)

Rosenberg y Birdzell comienzan por descartar (de manera bastante sumaria por cierto) la incidencia del imperialismo como elemento motor de este desarrollo; aduciendo que en cualquier caso es difícil establecer una correlación clara entre imperialismo y prosperidad de los países centrales. En efecto, monarquías que habiendo perpetrado uno de los mayores despojos –si no el mayor- que registra la historia, como es el caso de la España colonial e imperial –bastante menor en el caso de Portugal-, igualmente no capitalizaron proporcionalmente esa condición. En cambio otros, en principio ajenos a la empresa conquistadora, como es el caso de Suecia, Noruega, Suiza, etc., sí capitalizaron, al parecer, de manera más adecuada el botín; a veces por vías verdaderamente intrincadas de servicios financieros, otras por poseer manufactureras que suministraban elementos claves para la conquista, etc. Por otra parte, algunas de las monarquías más prósperas del concierto europeo con decidida vocación imperialista –fundamentalmente Inglaterra y en menor proporción Francia- ya esbozaban un relativo desarrollo manufacturero o al menos se encaminaban en esa dirección antes de que diera comienzo la aventura colonial.
De acuerdo con lo que esta perspectiva parece indicar, el imperialismo no sería más que una condición acaso necesaria pero de ningún modo suficiente para explicar el auge de las economías occidentales. En otras palabras: sólo se capitalizarían situaciones favorables como las precedentes cuando preexiste un contexto que si no las anticipa, por lo pronto las requiere e integra para un programa de expansión comercial cuando menos esbozado o ya en pleno rodaje.
La propuesta desde luego no es nueva, similar consideración cabría hacer en torno al advenimiento de la primera Revolución Industrial, acaecida en la Inglaterra de mediados del siglo 18. En efecto, la inserción de la máquina de vapor a la industria minera y textil, que permite una inusitada expansión de la energía mecánica, constituye el factor clave de su posterior desarrollo, pero no es de ningún modo causa primera de esa Revolución.

Tampoco, según nuestros autores, sería posible establecer una correlación estricta entre disponibilidad de recursos naturales y desarrollo nacional o zonal de la renta y la riqueza (aun tomada en términos estadísticos per cápita). Y esto sin duda es así, ya que por sí mismos no expresan más que su mera existencia material. Los recursos naturales, sean del tipo que sean, sólo son valiosos –es decir, cobran existencia como tales cuando se los vincula a una función o proyecto determinados- en la medida en que puedan utilizarse exitosamente para la consecución de esos objetivos. En otras palabras: los recursos naturales de ningún modo son en sí mismos valiosos con independencia del contexto en el que se los explote. Su simple percepción es apenas un detalle de la geografía.
Nuevamente aquí el contexto previo explica cómo y por qué algo es valioso y en función de qué. La sola presencia sin propósitos productivos de un recurso (oro, metales preciosos, forestas, vías de comunicación, petróleo, etc.) no sería desde esta perspectiva todavía capital productivo sino mero accidente paisajístico o simple amontonamiento de materiales; algo así como la bóveda de Rico MacPato.

Estas dos líneas argumentales, si bien sumariamente tratadas como ya se ha dicho, ponen de manifiesto, sin embargo, elementos que es preciso tener en cuenta; entre los cuales acaso el de mayor importancia refiere a la necesaria existencia de un ámbito previo que pueda sacar el mayor partido posible de las ventajas que se ofrecen. Y ese ámbito será, para nuestros autores, el de una política de desarrollo económico que enlace estas circunstancias con una explotación eficiente –económicamente hablando y desde la perspectiva del modo de producción capitalista, desde luego- de todos los recursos que se ponen en juego. Y ese plan incluye, claro está, la decidida explotación de esos recursos con el auxilio de un saber técnicamente orientado que provendrá, desde el siglo 16 en adelante, de los ámbitos científico y tecnológico.

Para ello harán falta, entonces, decisiones fundamentalmente políticas que liguen no ya la técnica con la producción (asociación más o menos tradicional y frecuente de factores), sino que incorporen la producción de saber científico, desde los centros en los cuales se genera y a través de sus correas “naturales” de transmisión (ingenieros, tecnólogos e industriales innovadores), a ese proceso de producción industrial. Constituyéndose de esta forma un complejo de generación y aplicación del saber que actúa y reactúa de continuo sobre sí mismo. (Un brillante ejemplo de este proceso fue la creación, durante los tempranos albores de la modernidad, de la École Polytechnique en la Francia revolucionaria.)
Precisamente de la constitución y consolidación de este complejo proviene lo que Rosenberg y Birdzell denominan “milagro de Occidente”:

“Para explicar el milagro económico de Occidente y su relación con la ciencia, hemos de considerar ante todo algunas de las causas del gran éxito alcanzado por la ciencia occidental, logro que merece por sí solo el título de ‘milagro’. Una de tales causas es que la ciencia occidental se ha organizado mejor para arrancarle sus secretos a la naturaleza y ha empleado en ello mayores recursos que los utilizados por la ciencia en otras culturas”. (p. 5)

Ahora bien, independientemente de un cúmulo de observaciones de carácter epistemológico que podrían hacerse sobre esta afirmación, es preciso señalar, al menos, una que importa a los efectos de la argumentación: la ciencia occidental se ha organizado para arrancar aquellos “secretos” (y no todos los secretos) a la naturaleza que convienen a los fines propuestos. Desde esta perspectiva –y sólo desde ella- es posible afirmar que la organización del conocimiento científico ha ciertamente alcanzado ribetes espectaculares. En otras palabras: la organización del conocimiento está siempre necesariamente emparentada con alguna finalidad que se expresa desde el colectivo en la cual se inserta. Lo que no implica, desde luego, que sea un simple reflejo del mismo, ya que es posible percibir históricamente una autonomización del saber producido en las diferentes disciplinas que componen el campo científico debida a su propia dinámica interna, la que asume muchas veces dimensiones imprevistas. (Un buen ejemplo lo constituye la relación establecida entre la necesidad de perfeccionamiento de la máquina de vapor y el desarrollo de la Termodinámica.) No obstante, es necesario enfatizar que es a partir de esos propósitos y acaso de aquellas finalidades apenas entrevistas desde donde será posible juzgar la potencia de sus logros.

Así, la estrecha vinculación entre ciencia, tecnología y producción industrial y de servicios no es una consecuencia más o menos natural del devenir histórico, y mucho menos una consecuencia aleatoria. Pero tampoco el desarrollo científico-tecnológico que se ha verificado en occidente expresa de buenas a primeras una superioridad absoluta sobre “la ciencia de otras culturas”. Aunque esta discusión es harina de otro costal.

Lo concreto es que en Europa, ya desde el siglo 15, se perciben señales que propician la reunión de sabios dotados de los medios necesarios para el desarrollo de su saber y los destinatarios o principales interesados en aplicarlo (el centro de estudios fundado, equipado y auspiciado por Enrique el Navegante de Portugal para el mejoramiento de las condiciones de navegación de cabotaje alrededor de África es un buen ejemplo de ello, y presumiblemente el primero en Europa con estas características). Labor conjunta que precisamente asegura, o al menos encamina, a que se arranquen esos secretos que es menester arrancar.
Insisto en este punto porque no es menor y su importancia a mi entender excede la de una simple precisión académica. En efecto, si se pretende indagar en las causas que convirtieron a la organización del conocimiento durante la modernidad en ese instrumento tan eficaz, entonces no es conveniente soslayar el hecho de que resulta una empresa montada con finalidades bien definidas, aunque, desde luego, no tienen por qué (de hecho no lo hacen) agotarse en ellas.
Quizá se objetará que una visión tal de la ciencia peca de instrumentalista, y, por cierto, así es. Pero es indispensable tener bien en claro cuál es el verdadero carácter de esta organización peculiar del conocimiento para no deslizarse por concepciones ideologizadas que revelan una concepción de la realidad muy pocas veces ingenua y casi siempre interesada.

Así, desde Enrique el Navegante pasando por los diferentes institutos y sociedades (École Polytechnique, Royal Society, etc.) que esta organización del conocimiento creyó preciso darse, se promueve y privilegia el desarrollo y la producción de un saber práctico y utilitario. Ya en el siglo 19 nos encontraremos con una vasta red de instituciones dedicadas a tal fin, desperdigadas en aquellos países que, no casualmente, lideraron y aún lideran el proceso de producción científico-tecnológico.
Opinan nuestros autores:

“ La ciencia occidental se había convertido (albores del siglo 19) en una institución que contaba con una amplísima finalidad general (la de explicar los fenómenos naturales), una división del trabajo en departamentos especializados con sus propias finalidades subsidiarias, una red de información que tenía a sus miembros al tanto de todos los progresos, un sólidos sistema de crítica y revisión para evaluar los trabajos nuevos y dirimir los conflictos, centros dedicados en toda regla a la docencia e investigación, y una serie de premios para recompensar el trabajo que fuese estimado favorablemente por la comunidad científica”. (p. 6)

Una vez más la imagen que transmiten Rosenberg y Birdzell es sensiblemente más idílica de lo que la realidad señala; de cualquier modo no es completamente incorrecta, ya que al menos esta concepción del trabajo científico funcionaba –y funciona- como un paradigma válido al cual la comunidad científica sentía –y siente- que es preciso aproximarse cada vez más. Paradigma que, incidentalmente, los define como tales.
Sea como sea, aquí ya están efectivamente dados todos los elementos que convertirán a la organización del conocimiento durante la modernidad en una empresa de notable rendimiento. (Cualquier semejanza con la instrumentación de una nueva modalidad de producción industrial llevada a cabo por un tal Ford un siglo después no es mera casualidad)
Si a esto sumamos además la adopción de un único patrón de verdad científica basado en la observación, el razonamiento, el experimento y su posibilidad de reproducción (control) por parte de otros integrantes de la comunidad, será posible comprender definitivamente su potencia arrolladora.

De este modo la técnica –y los técnicos- se constituyen desde entonces en los intermediarios entre el saber qué y el saber cómo. Vale decir, desde su rol de protagonistas auscultan de continuo las necesidades emergentes en los ámbitos productivos y las siempre conflictivas relaciones sociales que éstos desencadenan, y las trasladan a los ámbitos de producción del saber en un ida y vuelta que acelera cada vez más su dinámica conforme se establece una retroalimentación permanente, generando esa espiral de desarrollo que marca a fuego nuestra realidad cotidiana.

Ahora bien, explicado, al menos en forma sumaria, el “milagro de Occidente”, nuestros autores se entregan a la tarea de explicar asimismo por qué otras formaciones culturales no consiguieron similares tasas de evolución, incluyendo, de paso, al notable retraso en la materia y en la renta per cápita que exhiben nuestras maltrechas economías tercermundistas.
Su respuesta es rápida y contundente: nunca pudieron ni pudimos establecer esa necesaria vinculación entre la generación del saber qué y las actividades económicas que lo requieren para un óptimo desarrollo.
Más allá de la simpleza de la aseveración y del sinfín de cuestiones con las que cabría matizar ese brochazo grueso, es notorio que tampoco carecen de la intuición para señalar un punto candente. Nuestras instituciones productoras de saber y los ámbitos donde ese saber –u otro saber- podría haber resultado útil se han empeñado en darse la espalda mutuamente. Tampoco esta circunstancia es casual o caprichosa, aunque excedería los propósitos de este trabajo acometer la tarea de detallarla.[2]
Al respecto opinan nuestros autores:

“La técnica, que es la intermediaria entre el conocimiento científico y la actividad económica, se desarrolla a partir de las necesidades y de las instituciones locales; su aplicación económicamente correcta supone algo más que un sistema de enseñanza.
Para que haya crecimiento económico se requiere el acierto de adaptar las técnicas productivas a las necesidades locales”. (p. 8)

Desde luego, como ya se ha dicho, la asociación más o menos efectiva entre técnica y producción proviene desde el comienzo de los tiempos. Lo que incorpora de novedoso la modernidad es la necesidad de insertar, también, a la ciencia –ese invento de la modernidad- en esa asociación. De este modo no sólo se aumenta el número de socios, sino que se concreta una instancia de acción sinérgica donde cada uno de los integrantes de la tríada se explica en relación con los otros. Definiendo así un tipo de organización peculiar del conocimiento.
Y, claro está, sostienen con razón nuestros autores, no basta sólo con impartir clases de “ciencias” en los sistemas formales de enseñanza para que esta asociación se concrete. La ciencia inserta en el modo de producción capitalista no es ni puede ser nunca un mero pasatiempo para discusiones entre gente “culta” en salones de moda, sino que son en extremo prioritarias las decisiones que promuevan su profesionalización y su inserción al complejo productor-reproductor.[3]
De allí que resulte tan importante para el sistema científico moderno (fundamentalmente desde el siglo 19 a la fecha) no sólo el afianzamiento de sus condiciones de producción a través de una compleja y extensa red institucional, sino, también, de adecuadas condiciones de reproducción de su modo de producción. Esto es –y para aligerar el trabalenguas-, la implementación de una red de enseñanza paralela y coadyuvante al desarrollo del sistema científico que tienda a consolidar y propagar en forma excluyente aquellas características que se mencionaron más arriba y lo definen como tal, independientemente de las peculiaridades de cada disciplina: único patrón de verdad científica basado en la observación, el razonamiento como único recurso argumental, el experimento y el mutuo control de resultados que efectúa la propia comunidad de científicos.

Para nuestros autores esta ágil combinación finalmente conseguida dependió menos de disposiciones centralmente tomadas y asumidas por el conjunto de los empresarios-emprendedores, que de la oportuna intervención de los agentes económicos que supieron extraer de ella todo el beneficio que es capaz de brindar, de acuerdo a la propia dinámica que impone el mercado. Dando por sentado que aquellas decisiones que eventualmente se toman desde estructuras altamente centralizadas, ajenas por su constitución a esta dinámica claramente oportunista de corte decididamente darwiniano, suelen caer en anquilosamientos que retrasan el desarrollo de una organización del conocimiento sometida –y en cierto modo sumisa- a esta función.
La propuesta de Rosenberg y Birdzell no es, por cierto, original; ya Schumpeter había trabajado sobre similares premisas. Lo que ofrece de novedoso es el contexto político desde la cual se expresa, exaltando –por así decirlo- el éxito del neoliberalismo como corriente ideológica al parecer arrolladora frente a la, por entonces, todavía incierta implosión del modelo soviético, el jaqueado estado de bienestar en los países de Europa occidental y el proteccionismo dirigista ensayado por algunas economías del tercer mundo.

De cualquier manera habría que tener en cuenta la suma total de éxitos y fracasos (y cómo y por qué y a qué costo) a efectos de lograr un panorama claro en torno a si el “laissez faire”, casi siempre cortoplacista y en cierta forma incompatible con empresas de largo aliento y amplio presupuesto como los que cada vez con mayor frecuencia exigen los actuales programas de investigación científica (proyecto genoma humano, aceleradores de partículas, investigación aeroespacial, sólo para dar unos pocos ejemplos)[4], registra efectivamente ventajas comparativas como las que se pregonan sobre aquellos modelos de desarrollo y organización científica que centralizan y dirigen las decisiones en la materia.
Como siempre, no hay que dejar que los sucesos glamorosos impidan ver las largas y a menudo oscuras sagas de fracasos que éstos encubren.
De cualquier forma nuestros autores no ahorran halagos al “laissez faire”, aunque sin dejar de reconocer –por obra y gracia de esa inconsistencia siempre caritativa de los razonamientos ditirámbicos- que el mercado no es en todos los ámbitos lo suficientemente atractivo como para promover por sí solo el “interés” de la iniciativa privada. Quién si no entonces el defenestrado Estado, la Administración Central o lo que sea que dirija o determine será el encargado de poner fondos a disposición para promover una estrategia y que, ahora sí, la empresa privada retome el “interés” en asuntos científico-tecnológicos de carácter general o de incierto retorno. Los ejemplos del impacto movilizador que supone la liberación y aplicación de estos fondos son tan abrumadores, y es tal la escalada de innovaciones que suelen sucederlos, que huelga abundar en mayores comentarios.
Si es peculiar, por llamarlo de alguna manera, el pensamiento de los partidarios del “laissez faire” (que tan pronto descreen del papel de los organismos rectores como acuden a ellos cuando el mercado no proporciona el auxilio), queda sin embargo claro que, tal como todo parece indicar, es imposible pretender hoy un desarrollo sustentable del complejo científico-tecnológico sin contar con cuando menos un cierto apoyo de factores no enteramente determinados por el flujo de la oferta y la demanda y dotados con capacidad de inversión relevante. Factor que se refuerza en el caso de países dependientes, empobrecidos y con escasa o nula capacidad empresarial autónoma para proveer ese sustento en forma continuada y a escala.

Así pues, desde esta perspectiva, no sería posible la construcción de un sistema de producción científico-tecnológico librado exclusivamente a la aleatoriedad que imponen los mercados o a las demandas –más o menos inducidas, más o menos genuinas- que parten de los consumidores.
Lo anterior no desmerece en lo más mínimo el mentado “milagro de Occidente” (puesto en términos de multiplicador –y no por cierto de justo distribuidor- de la renta y las riquezas[5]), sino que a mi entender lo ubica en un marco más preciso que no apela al injustificable extremismo de esa mistificación del empresario oportunista, decidido y sin ataduras, como motor de desarrollo e innovación, y sí, en cambio, como uno de los factores del proceso, y, ¿por qué no?, acaso de los más importantes dentro del modo de producción capitalista.

La aparente dicotomía –si es que hay tal- no siempre tiene que resolverse apelando a uno de los extremos. La percepción que emerge de la marcha de los procesos científico-tecnológicos en aquellos países o regiones que apuestan a su sistemático –y en algunos casos planificado- desarrollo indica que la adecuada combinación de todos los agentes implicados rinde mayores dividendos que lo que un purismo ideológico o una devoción principista nos inducen a ver.
Por lo mismo, apelar a una activa participación de organismos directrices (planificación de objetivos, decisiones sobre sectores estratégicos, detección de capacidad ya instalada, etc.) y canalizadores de los flujos de inversión (léase, por ejemplo, Estado a través de alguna secretaría verdaderamente competente) que sinteticen las aspiraciones de los involucrados, no equivale automáticamente a instituciones anquilosadas por una burocracia probablemente impune y casi siempre sobreviviente a cualquier tipo de error. Muy por el contrario, no haría más que emular uno de los muy buenos ejemplos con los que contamos para intentar la multiplicación de la riqueza que nos ha legado la modernidad.







[1] “Investigación y Ciencia” – Nº 172, Enero de 1991. Pp 4-12

[2] Alción CHERONI – Políticas científico-tecnológicas en el Uruguay del siglo XX. Facultad de Humanidades y Ciencias. Montevideo, 1988.

[3] La ciencia “liberada” de ese compromiso con el sistema productivo será otra entidad cualitativamente diferente a la que impera, y seguramente propenderá hacia otro horizonte. Los motivos que llevaron a la fundación de la Facultad de Humanidades y Ciencias a instancias de Vaz Ferreira en el Uruguay relativamente próspero de la década del 40 (la búsqueda del conocimiento por el conocimiento en sí mismo) tal vez nos den un buen ejemplo de ello.
[4] No olvidemos cómo J K Galbraith en un desesperado intento por explicar la verdadera naturaleza del capitalismo –y evitar su eventual réquiem-, se afanaba por demostrar que la ley antimonopolios imperante en la legislación estadounidense es un craso error dado que impide la consolidación de megaempresas con capacidad de innovación casi ilimitada y no condicionada por la asfixiante competencia darwiniana que desata el desarrollo de las relaciones de producción en el marco del modo de producción capitalista.
[5] En verdad sólo es posible referirse al aumento de la riqueza que promueve el modo de producción capitalista desde la muy estrecha perspectiva del concepto de “renta per cápita”. Desde una perspectiva que abarque el conjunto de elementos que se ponen en juego durante el proceso productivo, el modo de producción capitalista es un sistema altamente entrópico y dispendioso que requiere de ingentes cantidades de insumos para su funcionamiento. Lo que se refleja, entre otras cosas de no menor importancia, en la enorme dilapidación de recursos naturales (y su consecuente e irreparable pérdida) que comporta la explotación industrial moderna y contemporánea.

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